Los
preparativos para el festival navideño habían comenzado. Las clases
de matemáticas, ciencias y lengua habían dejado paso a un trabajo
mucho más divertido para los niños y niñas. Se afanaban en
realizar todos aquellos pequeños adornos que iban a decorar el
pequeño salón multiusos, que igual servía de gimnasio que de salón
de reunión para los padres a principios de curso.
Roberto
iba de un lado para otro, sin parar un minuto. Un grupo se dedicaba a
realizar pequeños pompones de papel maché que luego colgarían del
techo, otro grupo hacía cadenas de colores con pequeñas tiras de
papel de cartulina, otros recortaban estrellas que luego recubrían
con papel de aluminio para que pareciesen de plata, y así poco a
poco los adornos iban tomando forma. Por las tardes ensayaban el
pequeño teatro que iban a hacer festejando la natividad del niño
Jesús.
Roberto
montaba con unos cuantos troncos lo que iba a ser el pesebre y donde
se desarrollaría el pequeño teatro. Subido a una escalera y
martillo en mano, clavaba los grandes clavos que sujetaban la
estructura.
Asunción
entró en la escuela, sin saber muy bien a donde dirigirse pero el
jolgorio y las risas de los chavales le señaló el camino. Allí
estaban, poco más de una veintena de niños y niñas de distintas
edades sentados en grupos y cada uno realizando una tarea distinta.
Se apoyó en el quicio de la puerta, sin saber muy bien qué hacer,
hasta que vio al fondo a Roberto, subido a una escalera no muy
segura, dando martillazos. Se quedó mirándolo por unos instantes,
ahora no llevaba el mono de trabajo, sino unos vaqueros, que no le
quedaban nada mal, una camiseta negra y una camisa de franela de
cuadros desabrochada y con las mangas arremangadas hasta el codo, ¡la
verdad es que estaba realmente atractivo! El pelo rizado le caía
sobre la frente y, como siempre, parecía que no se había peinado,
de todas formas no le hacía falta. Asunción pensó que le gustaría
enredar sus dedos en aquellos rizos y acariciar…
-¡Asunción,
has venido! –un grito fuerte la sacó de su ensoñación.
Todos
se giraron a mirar a aquella mujer tan guapa que estaba en la puerta
y que no conocían. Asunción caminó despacio entre las mesas,
admirando lo que los niños estaban haciendo, mientras se dirigía
hacia donde Roberto se encontraba. Bajando de la escalera estuvo a
punto de caerse, lo que fue coreado por una carcajada colectiva.
-Esta
escalera es un peligro, algún día me romperé la crisma, aunque la
tengo muy dura ¿verdad chicos? –dijo Roberto uniéndose a las
risas de los demás.
-Vamos
a descansar un rato, sacad los almuerzos y salid al patio a jugar.
Luego seguimos –les dijo a los niños, que se levantaron
rápidamente, porque aunque la tarea de hacer adornos había roto la
monotonía de la escuela, salir al patio a jugar y correr era lo que
más les gustaba.
Roberto
cogió su mochila que estaba en un rincón, y se acercó a Asunción.
-Siéntate,
estás en tu casa –le dijo.
-Muchas
gracias, profe, pero no he traído almuerzo –dijo ella sonriendo.
-Vale,
por ser buena y haber venido, compartiré el mío, pero que conste
que esto lo hago sólo por esta vez, la próxima te quedas sin comer
–dijo bromeando Roberto, mientras sacaba un termo y una bolsa de
madalenas caseras.
Sirvió
una taza de café con leche a Asunción mientras él bebía
directamente del termo. Asunción pensó que aquello sí que era café
y no lo que bebía en Nueva York.
-Coge
madalenas, están riquísimas. Me las hace expresamente la señora
Angelita, creo que me ve muy delgado y quiere que engorde –los dos
rieron al unísono.
-Bien
–dijo ella –aquí me tienes, estoy dispuesta a echar una mano,
sólo tienes que decirme exactamente qué quieres que haga.
-La
verdad es que no sé muy bien lo que quiero. Aquí vamos a hacer el
festival, ya sabes, muy tradicional, el Belén, adornos y todo eso.
Al fondo junto al pasillo pondremos unas mesas donde los padres y las
madres de los niños traerán distintas viandas navideñas, mazapán,
turrón casero, polvorones. Pedro, el dueño del ultramarinos, traerá
su orujo especial navideño, espero que se pueda beber sin padecer
una úlcera de estómago, también habrá sidra casera, zumos para
los críos, en fin un atracón de comida en toda regla –explicó
Roberto, mientras Asunción asentía en silencio, encontrándose con
aquellos ojos que la cautivaban y escuchando su voz que le infundía
un estado de paz. Aquel hombre le atraía mucho más de lo que ella
quería admitir.
-Vale,
déjame pensar lo que puedo hacer. Mañana vengo y me pongo a la
tarea. ¿Te parece bien? –dijo Asunción tomando el último sorbo
de café.
-Me
parece bien, pero ¿tengo que esperar hasta mañana para volverte a
ver? –dijo Roberto mirándola fijamente con un punto risueño en
sus ojos.
-Bueno…
esto no es Nueva York, así que estoy convencida de que si pones algo
de empeño me volverás a ver de nuevo unas… veinte veces –contestó
Asunción con un tono pícaro en su voz. Se levantó y anduvo hacia
la puerta, deseando no tropezar o resbalar de nuevo, porque estaba
segura que Roberto le seguía con la mirada.
-Gracias
por el almuerzo, mañana invito yo –dijo Asun sin girarse alzando
la mano en señal de despedida.
Roberto
se quedó allí sentado pensando en Asunción, era la primera mujer
que le había interesado, la primera a la que había mirado desde la
muerte de Carmen.
El
tiempo que había transcurrido desde el desgraciado accidente, la
soledad en la que había vivido habían mitigado el dolor por la
pérdida, y el sentimiento de culpa se había diluido como si aquello
hubiese sido un error del destino por el que tenía que pagar dejando
en su corazón un vacio que jamás podría recuperar. Carmen y Alba
estarían siempre con él, en sus recuerdos, en sus sueños, en sus
noches de insomnio, pero por primera vez desde entonces, estaba
sintiendo algo parecido al enamoramiento con aquella mujer altiva que
había aparecido en su vida y que despertaba en él sentimientos y
deseos olvidados.
Se
levantó de la silla, salió al patio y llamó a los niños, dando
unas palmadas.
-¡Vamos!
¡Se acabó el juego, debemos continuar! –les dijo. Mientras
entraban, Roberto les tocaba la cabeza a uno, le acariciaba el pelo a
otro, al más pequeño le dio un pequeño pellizco en la nariz…
Aquellos niños significaban mucho para él, eran como sus hijos,
como si viéndoles crecer, pudiera reconocer el espíritu de su hija
Alba creciendo entre ellos. Aquello era su alegría y, aunque pensó
que su destierro a aquel pueblo perdido iba a ser su tumba, se
equivocó, ya que por el contrario, aquellas gentes sencillas y
aquellos niños le habían devuelto la esperanza en el futuro y, en
ese futuro, ahora también veía a Asunción.
No se
encontró con ella, aunque la buscó durante toda la tarde.
Al día
siguiente a las nueve de la mañana Asunción apareció en el colegio
con varios paquetes.
Sonrió
al ver a Roberto que le sonreía a su vez.
-No te
vi… -empezó él.
-Me
escapé –contestó ella guiñándole un ojo.
Una de
las cajas contenía un árbol navideño de los que venden en los
grandes almacenes y que se montaba pieza a pieza.
-¡Pero
mujer, si aquí hay montones de pinos! –dijo Roberto asombrado.
-Ya,
pero hay que cortarlos y luego se mueren, así que este nos durará
un montón de años, además no es un pino, es un abeto ¡listillo!
-dijo muy digna.
La
otra caja contenía adornos, tiras de perlas de colores, bolas, copos
de nieve bañados en purpurina que reflejaban la luz y otros muchos
adornos.
-Ayúdame
–dijo Asunción –necesito tu escalera y que la sujetes bien
firme.
Cogió
una ramita de muérdago y con ayuda de la escalera subió hasta
alcanzar el quicio superior de la puerta de entrada y, allí la clavó
con una chincheta. Cuando bajaba con cuidado de la escalera, ésta se
tambaleó y Asun perdió pie, aterrizando en los brazos de Roberto.
Así
abrazados, mirándose a los ojos a pocos centímetros, Asun le dijo.
-Esto
es una ramita de muérdago, la tradición dice que cuando en Navidad
dos personas
se
encuentran bajo la rama deben darse un beso…
-Entonces,
sigamos la tradición –dijo Roberto acercando su cara a la de Asun
y la besó en los labios. Fue un beso dulce, sintiendo la calidez de
sus labios, la textura de su piel. Un beso largo, Roberto la retenía
entre sus brazos y ella poco a poco había enlazado los suyos
alrededor del cuello de Roberto.
Unas
risitas contenidas los sacaron de su momento. Los niños a duras
penas podían dejar de reír al ver a su profesor con una mujer en
brazos y besándose como en las películas.
Se
separaron despacio, mirándose a los ojos.
-Perdona,
yo no quería…-dijo él un poco azorado.
-Tenemos
que quedar más a menudo en esta puerta. Me gustan las tradiciones,
pero ésta ha sido una de las más bonitas que he vivido –dijo ella
suavemente- y, por favor, serías tan amable de dejarme en el suelo.
Me siento un poco tonta, aquí en tus brazos, con todos los niños
riéndose de mí.
Roberto
la soltó, sintiendo que aquel abrazo acabara y deseando que sólo
existiese esa puerta con el muérdago clavado en su quicio, y justo
debajo de él, encontrarse con Asunción a cada momento del día.
Siguieron
los trabajos y cuando se fueron colgando aquel triste salón se llenó
de color y alegría. Las estrellas colgaban de las vigas de madera
del techo, alrededor de las ventanas festoneaban las cadenas de
colores. En un rincón el gran árbol se iba llenando de adornos. Los
niños se lo pasaban en grande. Roberto miraba a Asunción de hito en
hito y rememoraba el beso una y otra vez. Asunción miraba de reojo a
aquel hombre despeinado que la había besado con tanta ternura y que
era incapaz de apartarlo de su pensamiento.
Cuando
llegó la tarde, los niños se fueron a sus casas mientras Roberto y
Asunción cerraban los botes de pintura, limpiaban los pinceles y
barrían los recortes de papel que habían quedado abandonados en el
suelo.
Cuando
acabaron Asunción se puso el chaquetón y comenzó a salir del
salón, Roberto la llamó.
-¡Asunción,
espera! –ella se paró y se dio la vuelta mientras Roberto recogía
la mochila y en unas zancadas se plantó delante de ella.
-La
tradición, ya sabes… -dijo él.
Entonces
fue cuando Asun se percató de que se había parado justo debajo del
muérdago. Él la rodeo con sus brazos dejando caer la mochila al
suelo, acercándola contra su pecho; ella le rodeó la espalda con
uno de sus brazos, mientras el otro se apoyaba en el hombro de
Roberto. Éste agachó la cabeza para encontrarse con los labios de
Asunción que le recibieron con la misma calidez que antes, pero con
el deseo de que aquel beso fuese único, inigualable. Ella le
acarició la nuca y al fin pudo enredar sus dedos en los rizos de su
pelo. Entreabrió los labios encontrando la boca de él, ansiosa por
conocer su sabor, sus lenguas se encontraron y acariciaron curiosas,
y buscaron el placer del primer beso hasta quedar casi sin aliento.
-Asun,
te deseo…-dijo Roberto atrayéndola más hacia él, si aquello era
posible.
-Aquí
no, Roberto, ahora no –dijo Asunción deshaciéndose del abrazo. Le
besó de nuevo -Nos vemos mañana- y salió arrebujándose bajo el
chaquetón.
Roberto
se quedó allí parado, ardiendo de deseo por aquella mujer que se
había escabullido de sus brazos.
Me dejaste con la miel en los labios, como al protagonista, pero que historia más buena, me encanta tu pluma ^^
ResponderEliminarUn beso y feliz inicio de semana Clara :D
Precioso, daban ganas de dejarse arrastrar por tus palabras.
ResponderEliminarPero menudo final... es como cerrar la cortina en lo mejor para que no fisgue un vecino!
Besos
Ayyyy, que bonito por favor!!!!
ResponderEliminarUn bs grande
mariandomenech.blogspot.com
Qué bonito!!
ResponderEliminarMuchas gracias guapa por tus palabras sobre mi aventura de irme a vivir a Cancún!!
Besitoo
M.
Que historia tan bonita!! nos ha encantado!! gracias, por este ratito.. pasate por nuestro blog, hoy... SORTEO!!!
ResponderEliminarUn beso
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