El amor y el odio son las pasiones que mueven el mundo. Escribir sobre ellas es mi pasión, sólo espero que leer mis palabras sea la tuya.
Clara.

martes, 27 de septiembre de 2011

CAPÍTULO.13

Linda Collins era la única heredera de la gran y próspera bodega de la familia Collins. Su bisabuelo, el viejo Peter Collins, plantó con sus propias manos aquellas viejas vides que forjaron su pequeña fortuna y que tras dos generaciones se habían convertido en la plantación más grande de todo el condado.
Su bodega producía miles de botellas de vino de California y lo que empezó con tanto esfuerzo era en la actualidad un imperio que aumentaba día a día.
Linda había crecido entre aquellos viñedos y aunque estudió lejos de aquella tierra, sus raíces eran tan profundas y su amor por Green Valley tan grande que volvió con la convicción de que aquel era su lugar, su casa, su tierra y que nada ni nadie podrían sacarla de allí.
Se hizo cargo del negocio familiar cuando su padre se puso gravemente enfermo y ya no podía hacer frente a todo el trabajo que el gran viñedo y la inmensa bodega requerían pues, aunque tenían a mucho personal trabajando para ellos, había cientos de detalles de los que hacerse cargo.
Linda tomó las riendas con la misma valentía que el viejo Collins, su bisabuelo, tuvo cuando se aventuró en aquel valle y plantó la primera vid.
Comenzó a trabajar junto al joven capataz que su padre había contratado unos meses antes de enfermar. Steven Taylor era un joven apuesto, alto, con ojos verdes de mirada penetrante. Linda siempre se sentía nerviosa cuando estaba junto a él.
Steven trabajaba en las tierras de la familia Collins, pero en su corazón ambicionaba el tener algún día sus propias tierras, ser dueño de su trabajo y de su tiempo.
Cuando comenzó a trabajar al lado de  Linda se dio cuenta de que aquella joven de mirada tierna tenía una gran fuerza interna y una determinación inusual en una mujer tan joven.
Se sintió atraído por ella aunque él era consciente de que pertenecían a dos mundos distintos. Él no tenía fortuna, dependía económicamente de su salario y había tenido que labrarse su vida día a día sin ayuda de nadie; en cambio ella era una rica heredera, que había vivido entre algodones y que, probablemente, tendría arreglado su futuro con otro joven de su misma clase y condición. Aunque para Steven Taylor aquello no era un obstáculo.
Desde muy pequeño se había marcado metas, cuando conseguía una, se marcaba otra y así  había ido capeando la vida. Ahora ambicionaba ser algo más que un simple capataz y se marcó a Linda Collins como su próxima meta.
Fantaseaba cada noche, acostado en su cama, mientras fumaba uno de sus cigarrillos, en cómo sería ser el dueño de aquel viñedo, en los cambios que haría en la bodega, en los otros negocios que emprendería cuando tuviese la posibilidad de manejar la inmensa fortuna de los Collins.
Linda no era insensible al atractivo que desprendía Steven Taylor y alguna vez estando junto a sus amigas, habían comentado entre risas lo apuesto que era el joven capataz y lo que se sentiría al estar entre unos brazos fuertes, forjados en el duro trabajo del campo. Además, siempre se mostraba atento con ella y percibía que entre ellos había algo especial.
Linda no había tenido mucha experiencia con los hombres, algunos pequeños escarceos amorosos cuando estaba en la universidad, pero nada serio y tenía que reconocer que Steven Taylor le atraía como ningún otro hombre lo había hecho antes.
Siempre juntos, casi de sol a sol, trabajando en el viñedo, bajo el calor sofocante de la mañana, o en la penumbra y el frío de la bodega. Y fue así, casi sin darse cuenta, cómo Linda comenzó a enamorarse de él.
Los viñedos fueron los testigos mudos de su primer beso, bajo las últimas luces crepusculares de una tarde de verano y, fue ese beso apasionado el que hizo que Linda creyese que Steven Taylor era el hombre de su vida y que estaban predestinados a amarse el resto de sus días.
Pensó que no iba a ser fácil, que tendría que luchar contra su familia, que se opondría totalmente a su relación, que tendría que acallar las habladurías de sus amigos y conocidos; pero ella era fuerte y más fuerte se haría gracias al amor de Steven, juntos serían capaces de sortear todos los obstáculos.
El capataz por su parte, sabía que había alcanzado la meta que se había propuesto: Linda. Ahora su próximo objetivo meta sería ser su esposo y,  por lo tanto, dueño de su fortuna.
Aunque los padres de Linda se opusieron, en un principio, a su relación, tuvieron que cambiar de opinión,  nunca  habían visto a su hija tan ilusionada;  sus ojos irradiaban felicidad y aquello fue, para ellos, más que suficiente para claudicar y aceptar  a Steven Taylor como su futuro yerno.
Además, pensaron que con su destreza, habilidad y conocimientos, podría continuar engrandeciendo la hacienda familiar y de esta forma a su hija Linda no le faltaría nunca nada.
Tras un corto noviazgo se casaron en los jardines de la gran casa de los Collins construida sobre el alto de una colina rodeada de los campos de vides que se perdían en el horizonte.
Aquel día Linda se sentía la mujer más dichosa de la tierra, sin saber que acababa de sellar con un beso su desgraciada vida.
Los primeros años de su matrimonio pasaron rápido, casi sin darse cuenta; aunque lo deseaba con todas sus fuerzas, Linda no quedaba embarazada. Preocupada visitó a los mejores especialistas que le confirmaron lo que llevaba meses presintiendo. Linda jamás podría tener hijos, una malformación en sus ovarios le impedía quedar embarazada. Esto produjo en ella una gran tristeza, que la llevó al borde de la depresión.  Siempre se había imaginado que sus hijos corretearían por los campos del viñedo como ella lo había hecho en su infancia.
El padre de Linda se fue apagando poco a poco y una tarde otoñal sentado en el porche en su sillón de mimbre mirando las vides, dio su último respiro, quedamente y sin dolor;  con la luz amarillenta del atardecer y llevándose consigo clavados en la retina los verdes y ocres de las hojas de las vides que habían sido toda su vida.
Para Linda la muerte de su padre significó una gran pena, él había sido su soporte y  su apoyo. Durante toda su vida en él había encontrado la serenidad, él le había enseñado a amar esa tierra bendecida por Dios y ahora sin su presencia  se encontraba vacía y perdida.
La madre de Linda, Margaret, era una mujer apacible, feliz de compartir la vida con su familia. Amaba a su esposo con devoción y sin él no consiguió encontrar un sentido a su existencia.
Años más tarde Linda pensó que su madre había muerto de amor, si algo así pudiese realmente suceder. Fue la única explicación que pudo encontrar para la muerte de su madre pocos meses después de que su padre falleciese. Simplemente se marchitó como una pequeña flor cortada de su tallo y, sin ruido, como había vivido, una mañana no despertó.
Linda y Steven se habían quedado solos en aquella inmensa casa donde los silencios iban invadiendo cada rincón y el desamor se iba apoderando poco a poco, casi sin darse cuenta  de sus corazones.
Ella sabía que Steven no le era fiel, pero le perdonaba cada vez.
Cada noche que pasaba fuera de casa Linda se sentía morir; esperaba despierta, atisbando por su ventana, que llegara su coche y cuando esto sucedía ya casi con las primeras luces del día, no podía sino sentirse aliviada pues él, al fin y al cabo, había vuelto a ella y eso para Linda era suficiente.
Sabía que había estado en los brazos de otra mujer, que cuando se acercara a ella podría sentir el perfume barato que llevaba prendado en su piel, pero a ella lo único que le importaba era que Steven volvía a estar a su lado.
Pero los años pasaban y Linda iba sintiendo cada vez más latente que todo el amor que albergaba para Steven en su corazón se iba trocando irremediablemente en rencor y resentimiento.
Todas las esperanzas de una vida llena de felicidad y amor se habían hecho añicos, noche tras noche, madrugada tras madrugada, mientras Linda esperaba el regreso de Steven.
Sólo encontraba refugio en el olvido, aturdiéndose lo suficiente hasta que todo en su mente se borraba y solamente quedaban retazos del pasado.
Al principio una copa le servía para hacer más llevadera la espera, pero con el paso del tiempo necesitó más de una  y llegó un día en que si no bebía se sentía incapaz de enfrentarse a la vida.
Necesitaba beber unas copas antes de ser capaz de sentarse ante el tocador e intentar arreglar lo que el tiempo y la infelicidad habían labrado en su rostro.
Linda necesitaba de la nebulosa que el alcohol tejía en su cabeza para no desesperar del todo. Sentada en el gran porche de la casa veía sin ver pasar los días esperando no sabía muy bien qué, pero algo parecido a un milagro.

martes, 20 de septiembre de 2011

CAPÍTULO.12

Mientras Anita preparaba la cena para su querido hijo, Alfred, le vino a la memoria aquella otra cena que le preparó para celebrar su independencia, habían pasado ya algunos años...
Pasó toda la tarde en la cocina, preparando la deliciosa cena que tomarían. Aquella mañana, Anita había ido al mercado, donde eligió cuidadosamente cada uno de los ingredientes que utilizaría para preparar los platos de aquella cena tan especial.
Al contrario que Alfred, ella no sonrió en todo el día. Su alma estaba muy apenada, y una inmensa tristeza invadía todo su corazón. Sus ojos permanecieron todo el día humedecidos, grandes lágrimas descendían sin control por sus mejillas cada vez que recordaba lo felices que habían sido los dos todos estos años. Ella estaba muy orgullosa de su hijo: era un hombre de bien, responsable y muy inteligente. Sin desearlo, pensaba también en el padre que Alfred nunca tuvo, él jamás sabrá lo que significa crecer junto a un padre y una madre. Había tenido una infancia muy feliz, aunque sabía que en el corazón de Alfred siempre habría un hueco vacío del amor de aquel padre que nunca conoció.
Cuando estas ideas rondaban la cabeza de Anita, ella inconscientemente, apretaba sus puños con fuerza y se obligaba a pensar en otras cosas que no fueran tan dolorosas como lo eran aquellos recuerdos tan lejanos, pero a la vez, tan latentes aún en su interior. Se esforzaba por no atraer a su mente las vivencias de aquellos años pasados. Algunas de ellas hermosas, alegres y pasionales, pero que desgraciadamente acababan en la más triste de todas ellas: el recuerdo de una traición.
Había trabajado mucho y muy duro para sacar adelante a su hijo ella sola. Desde que regresara de México, había trabajado para la familia Taylor sin un solo día de descanso, ya que su puesto de ama de llaves exigía todo ese esfuerzo.
Eran muy pocas las veces en las que la señora Taylor le daba permiso a Anita para tomarse el día libre. Cuando sucedía esto era porque ya no podía ocultar su cansancio y Linda Taylor  correspondía con estos permisos.
Anita aprovechaba el día para irse de excursión con Alfred: tomar el sol, jugar en el campo, bañarse en el riachuelo y disfrutar de una deliciosa comida mexicana al aire libre. Estas salidas de Anita no agradaban lo más mínimo a Steven Taylor. Desde que se convirtiera en el marido de Linda, Steven había roto cualquier tipo de relación cordial con los trabajadores. Se mostraba distante, frío y con aires de superioridad. Esta era una actitud que endurecía todavía más cuando se trataba de Anita. Nunca más hablaron del pasado que habían vivido juntos. Steven únicamente se dirigía a Anita para ordenarle tareas. Ella sí había intentado hablarle en varias ocasiones, pero él nunca la quiso escuchar. Su respuesta siempre fue un portazo.


Mientras conducía hacia la casa de Anita, Alfred recordó la  cena de despedida antes de independizarse y marcharse a vivir a su apartamento. La cena fue muy especial, sabía cuanto se había esforzado para que todo estuviera como a él le gustaba. Recordaba las incontrolables lágrimas de su madre durante la cena. Él intentaba consolarla, pero le fue imposible; el corazón de Anita estaba triste y aquella era la mejor manera de exteriorizar lo que sentía.
Alfred sonreía y pensaba lo afortunado que era por tener una madre tan maravillosa mientras aparcaba el coche en la puerta de la casa de Anita.
Ella salió a recibirle al oír el motor del auto. Abrió sus brazos para abrazar a su querido hijo y le dio dos calurosos besos que Alfred sintió con mucho amor. Pasaron dentro, donde Anita había preparado una frugal cena para los dos.
-¿Qué tal hijo? ¿Cómo estás? -preguntó la madre.
-Como siempre, mamá. Muy ocupado con el trabajo en la piscina. Ahora han aumentado los cursos y termino muy tarde de trabajar -respondió Alfred.
-Me da pena, hijo, que vivas tú solo en el apartamento. Serías más feliz si compartieras tu vida con alguien. Una mujer es muy importante en la vida de un hombre -comentó Anita.
-Mamá, soy muy joven aún. Yo estoy bien, no tienes que preocuparte por mí -la contradijo Alfred.
-Ya sé hijo que tú estás bien, pero te hace falta una compañera. Alguien que te espere cuando tú vuelvas a la casa. Alguien a quien contarle cómo has pasado el día o qué cosas te preocupan -dijo la madre.
-Mamá, yo ya tengo una mujer maravillosa en mi vida -le dijo guiñándole un ojo y dándole un beso en la frente.
-Gracias, mi niño, pero yo ya me siento mayor y no puedo ocuparme de ti como yo quisiera. Me gustaría verte enamorado de una buena chica... -explicaba Anita.
-Mamá, ahora tengo otras cosas de las que preocuparme. A mí me gustaría llegar a enamorarme algún día y formar un hogar, pero de momento no llega y mientras, yo tengo muchos amigos y amigas con los que me divierto. Y así vivo muy bien -respondió Alfred.
-Verás, hijo, no tengo tantas fuerzas, empiezo a sentirme cansada, y antes de que a mí me ocurriera alguna cosa quisiera estar tranquila y verte casado -dijo Anita.
-Mamá, ¿estás enferma? -preguntó Alfred.
-No, simplemente soy mayor. Nada más. Debo pensar en ti y en tu futuro porque eres lo único que tengo y antes de que yo... -dijo Anita.
Mientras terminaba la frase tuvo que apoyarse en el banco que separaba la cocina de la sala principal. Había cerrado los ojos y sus manos se agarraban con fuerza. Un intenso mareo no le permitió acabar la conversación con su hijo. Le ocurría frecuentemente durante los últimos meses. Anita no quería preocupar a su hijo, era demasiado pronto.. Alfred la sentó en uno de los sillones de la sala de estar y le acercó la medicación, tal y como le pidió Anita. Las pastillas tenían un efecto inmediato, el malestar pasaba segundos después de haberlas tomado.
Hacía algunas semanas el Dr. Young la había visitado debido a los dolores que había empezado a padecer. Aquel día, fueron muy intensos e intermitentes; no pudo trabajar y Linda mandó llamar al doctor  asustada por el estado de Anita. Tuvo que visitar varias veces el hospital para que le realizaran diversas pruebas médicas antes del diagnóstico definitivo.
-Mamá  ¿Cuándo has empezado a tomar esta medicación? ¡Si tu nunca has estado enferma!-preguntó Alfred.
-Ay, mi niño, no te angusties, todo está bien. Las pastillas son para estos pequeños mareos. Ya va a pasar, tranquilo -dijo Anita tranquilizándolo.
Después de unos minutos  se sentió mucho más recuperada de su malestar. Quería volver a hablar tranquilamente con su hijo. Se incorporó en el sillón acercándose a Alfred, le tomó las dos manos apretándolas con suavidad junto a las suyas y mirándole a los ojos le dijo:
-Sarah es muy bella y  me di cuenta de que siente algo por tí. Esas cosas las madres las percibimos -dijo Anita con dulzura.
-Mamá, ahora debes estar tranquila y descansar. Olvídate de las mujeres y de mi futuro. Ya todo llegará algún día. Ahora sólo debes pensar en recuperarte. Descansa -dijo Alfred.
-Escúchame hijo, por favor. Es una buena mujer. Se ocuparía muy bien de ti. Sólo le pido a Dios que empieces a verla de otro modo para llegar a enamorarte de ella. Piensa en Sarah -le aconsejó Anita.
En el mismo instante en el que ella  pronunció estas palabras alguien abrió con violencia la puerta de la casa. Era Steven Taylor. Dio solamente dos pasos y ordenó a Anita con voz tajante:
-Quiero que para el sábado a las once esté todo lo necesario para la barbacoa en el almacén. Tienes la lista en la cocina de mi casa. Habla con Linda para la decoración del jardín. No quiero ni un solo error, ¿está claro? -inquirió Steven con tono desagradable.
Y sin dar tiempo para que Anita respondiera, Taylor salió de la casa dejando tras de sí un ensordecedor portazo. Ni un saludo, ni una leve sonrisa, ni el deseo de pasar una buena tarde. Nada. Ni siquiera había mirado a Alfred. El portazo continuaba siendo su despedida.
Los ojos de Alfred se llenaron de rabia y odio. Despreciaba profundamente a Taylor por cómo trataba a su madre. Sentía una gran impotencia por no poder cambiar los modales del patrón ni poder decirle todo lo que pensaba de él.
Se levantó de un salto del sillón dirigiéndose hacia la puerta. No sabía cómo controlar aquellos sentimientos tan violentos. Estaba furioso, quería encarar a aquel hombre tan despreciable, golpeó la puerta con un manotazo.
Desde pequeño recordaba al señor Taylor de ese modo, irrumpiendo en su casa para dar órdenes y mandar trabajo. Siempre con una actitud de superioridad y dejando ver el desprecio más absoluto que sentía por Anita.
Alfred se giró hacia su madre.
-No voy a permitir que sigas trabajando aquí. Ahora mismo te vienes a mi casa, yo cuidaré de ti -ordenó.
-Hijo, tranquilízate. El señor Taylor es el patrón y debe comportarse así. No te enfades sin razón, por favor, no quiero verte tan nervioso -le contestó Anita con voz suave y tierna mientras alargaba sus brazos hacia él.
-Madre, ahora necesitas descansar y cuidarte mucho. No debes trabajar más, llevas toda la vida haciéndolo. Deja de pensar por una vez en los patrones y en sus fiestas; piensa en ti, en mejorarte... ven conmigo a casa, ¿sí? -propuso Alfred esta vez más calmado y rodeando los hombros de Anita con un brazo.
-No te preocupes porque los modales del señor Taylor a mí no me duelen. Verás, hijo, en esta casa me necesitan. Sobre todo la señora Linda.. Va apagándose, poco a poco, día tras día, quedándose sin fuerzas y en soledad. Ella sólo me tiene a mí y debo estar a su lado, ¡pobre señora Linda! -dijo Anita con un suspiro.

jueves, 15 de septiembre de 2011

CAPÍTULO.11



Sarah llegó más temprano que nunca al Taylor’s coffee shop. Necesitaba un lugar donde estar a solas y poder pensar en lo sucedido la pasada noche con William. Sabía que el modo en que había actuado no había sido correcto pero no había podido evitar el comportarse como lo hizo. No estaba preparada para lo ocurrido aunque eso no era excusa y ella lo sabía.
El alcohol y la imagen de Alfred con Anya hicieron que Sarah coqueteara más de lo debido con William. No iba a negar que le encantó, después de tanto tiempo, volver a sentirse objeto de deseo de un hombre y O'connor no era un mal tipo.
Recordaba los besos y las caricias de la noche anterior. Sentía de nuevo la excitación.
Se paró a pensar. Había huido del lado de William, le había dejado solo, sin una explicación. Ni ella misma sabía el motivo. Era un buen hombre; la quería, de eso no cabía la menor duda, y ella tenía ganas de dejarse querer. Alfred había demostrado no ser el hombre que ella creía, no merecía su amor. Se había comportado como un cobarde y ella como una tonta.
Roy entró en el local, cargado con las bandejas. Saludó a Sarah. Tenía cara de cansado. Se preguntó si la causante de las ojeras de Roy no sería Laura. Tenía ganas de contarle a su compañera lo sucedido con William.
-¿Cómo estás princesa?
-Eres un encanto -a Sarah le parecía que Roy era un chico encantador. Laura debería dejarse de andar con unos y con otros,  y centrarse.
Continuaron charlando.
-Tienes cara de cansado -no pudo evitar decirlo.
-Estuvimos hasta tarde en el Country Club. Ayer empezaron los conciertos -dijo Roy con una media sonrisa.
-¿Qué conciertos? -preguntó curiosa la joven.
-Princesa, no te enteras de nada. Todos los años, por estas fechas, el Country Club organiza la semana del rock. Los mejores grupos del valle acuden, ¡es realmente fantástico!- dijo Roy guardando las bandejas más pesadas en el almacén. Acompañó la frase con un movimiento que imitaba al de los guitarristas heavy.
Ella rió. ¡Este Roy no tenía remedio!
Con las bromas no advirtieron que la puerta del Taylor’s coffee shop se habían abierto para dejar paso a un nuevo cliente, que se situó justo a su espalda.
-Hola Sarah.
Ella dio un respingo. Se giró y vio a William O’Connor. Estaba pálido y tenía cara de no haber dormido nada en toda la noche.  Se sintió culpable.
-Buenos días, William -respondió azorada.
En ese instante Roy, que aún estaba en el almacén, gritó:
-Sarah, ¿por qué no nos acompañas el sábado al Country Club? Vienen los Smash, ¡son brutales!
Sarah que continuaba mirando fijamente a William no respondió. Tenía que aclarar las cosas con él. Era un buen hombre y no merecía pasarlo mal por su causa.
Roy salió del almacén. Los vio uno frente a otro mirándose y sin mediar palabra. Dejó el albarán sobre la barra y salió del Taylor’s coffee shop sin despedirse.
-No he pegado ojo en toda la noche, Sarah. No sé qué ocurrió  y créeme que no entiendo nada -William estaba muy serio.
-Te invito a un café -dijo Sarah pasando tras la barra. -Siéntate.
Él  se sentó en uno de los taburetes, la miraba con una mezcla de pena y tristeza. Parecía muy melancólico.
Sirvió dos tazas de café y se sentó juntó a él. Las manos de William descansaban sobre la barra, Sarah las acarició ¡le daba tanta pena!  La miró confundido y retiró sus manos. Sarah sintió que debía explicarse aunque ni ella misma tenía claro qué había pasado.
-William, no sé qué decirte. Me comporté como una idiota. No quería hacerte daño - dijo  quedamente.
-Pues lo hiciste Sarah -había un tono de amargura en su voz.
-Puedo y debo compensarte. Roy nos ha invitado al Country Club, hay conciertos, ¿qué te parece? ¿Nos vemos el sábado? Dime que sí, no me gusta verte tan enfadado conmigo. -Tenía la imperiosa necesidad de ser perdonada por William.
-No estoy enfadado contigo sino conmigo. Creo que te asusté, Sarah, pero ni yo mismo fui consciente de todo lo que significas para mí hasta ayer mismo -su rostro se había suavizado.
-Bien, entonces decidido. Recógeme el sábado -Estaba decidida a darle una oportunidad a William. Si para Alfred no era nada para William  parecía serlo todo.
-Entonces de acuerdo, el sábado pasaré a recogerte para ir al Country Club -con una sonrisa se levantó. Metió su mano en el bolsillo del pantalón pero antes de que pudiera sacarla, Sarah dijo:
-Al café invito yo.
William la miró de una forma muy especial, como si quisiera guardar aquel momento para siempre. Sarah sintió que le gustaba aquella forma en que la miraba, la hacía sentir especial y no como Alfred...
La despidió con un movimiento de mano y ella, sin poderlo evitar, le besó suavemente en los labios. William la miró sorprendido, ¡no sabía a qué debía atenerse con Sarah Slater!
-Yo... tengo que irme, Sarah... llegaré tarde -tartamudeó.
-Nadie te lo impide -Le miraba inocentemente.
William la miró durante unos segundos más, después giró sobre sus talones y se dirigió a la puerta de salida. Justo cuando estaba a punto de salir, Sarah le gritó, divertida:
-¿A qué hora me recogerás? -se sentía dueña de la situación, le gustaba saber que le ponía  tan nervioso, eso nunca había sucedido con Alfred.
-A las nueve en punto -fue su respuesta.  Salió en dirección a su coche.
Se entretuvo en ver cómo salía. Después suspiró y volvió a su tarea: había que encender la plancha y preparar la cafetera, los clientes no tardarían en llegar. Sin embargo, no fue un cliente la primera persona que llegó sino Laura ¡y menuda cara que traía!
-Pero, ¿qué haces aquí tan temprano? -le preguntó sorprendida.
-El Sr.Taylor me dijo que viniera antes...
Sarah aún temblaba de rabia cuando recordaba su última conversación con Steven; aquella amenaza de despedirla si no accedía a satisfacer sus deseos. No podía creer que algo así le estuviera sucediendo a ella. Steven Taylor le había dado el plazo de una semana para tomar una decisión. Ella sabía que no tenía elección: si dejaba el trabajo le resultaría imposible encontrar otro en Green Valley ya que el Sr. Taylor era el dueño de prácticamente todo. Su única opción era salir de allí, iniciar una nueva vida en Los Ángeles o San Francisco...
Ya no pudieron hablar mucho más. El buen tiempo había llegado al valle y el coffee shop se llenaba desde primera hora de la mañana, el spa funcionaba a pleno rendimiento y en el campo de golf apenas cabía un golfista más.
A media mañana, las cosas se calmaron un poco y Sarah y Laura tuvieron tiempo de charlar. Acodadas tras la barra las dos amigas comenzaron a hablar.
-Laura, tengo que contarte una cosa -comenzó Sarah.
-Ya sabía yo que algo te pasaba, estás muy distraída.
-Ayer estuve en el apartamento de William O’Connor...
-Por fin espabilas, Sarah -una mueca maliciosa se dibujó en su rostro. -Eso es justo lo que tenías que haber hecho, pero hace ya mucho tiempo.
-No es lo que te imaginas, Laura. Ayer discutí con mi madre, te juro que no puedo más, mi madre, Alfred, Steven... -No pudo continuar.
-Cariño, algo tendrás que hacer y no lo digo sólo por Steven, también con tu madre, deberías plantarte Sarah -Laura la abrazó.
-Ya. El caso es que después de lo que pasó ayer con Alfred y lo de Steven llegué a casa hecha polvo y mi madre, para variar, me dio todo su apoyo -dijo Sarah con ironía. -Yo estaba fatal y me llamó William y el caso es que nos besamos porque...
Laura no dejó terminar a Sarah:
-¿Cómo que os besasteis? ¿Cuándo os visteis? ¿Por qué? -las preguntas salían sin descanso de los labios de Laura.
-Bueno, si me dejas te lo cuento -dijo Sarah.
-Cariño, me parece que me he perdido algo, ¿tú no estabas profundamente enamorada de Alfred?
Los ojos de Sarah se entristecieron con la sola mención de Alfred, y Laura, viendo el efecto que sus palabras habían causado en su amiga, se disculpó de inmediato:
-Lo siento mucho de verdad yo no quería...
-No pasa nada, tienes razón. Me ilusioné con Alfred y mentiría si te dijese que no siento nada por él pero... -Se interrumpió con los ojos se empañaran en lágrimas.
Laura la abrazó y trató de consolarla. Sarah se zafó de su abrazo y continuó. Trataba de no llorar:
-Tengo que seguir adelante. He tardado siete años en volver a sentir algo por un hombre, desde lo de Robert... El caso es que me he vuelto a equivocar. Debo tener alguna tara, porque siempre elijo al hombre equivocado: primero Robert y ahora Alfred. Pero ya estoy harta, no volveré a elegir mal, William es un buen hombre, me quiere y no me hará daño. Necesito sentirme querida, necesito que alguien me abrace, necesito... -por un momento, Laura pensó que  se iba a echar a llorar; pero Sarah continuó -Alfred me ha desilusionado, me ha engañado... ¡y estoy harta! Quiero un hombre que me ame, que yo sea lo más importante para él y no otra conquista más... y para William creo que lo soy
-Todo eso está muy bien, pero ¿dónde dejas tus sentimientos? Ni una sola vez has dicho que tú sientas algo por William y que él sea un buen hombre no cuenta.
-Laura, necesito que me apoyes. Creo que a William puedo llegar a quererle. Sólo necesito tiempo. No quiero volver a sufrir. Además, Alfred ya tiene a Anya... -su voz se entristeció
-Niña, sabes que puedes contar conmigo -Laura estaba dispuesta a todo por verla feliz ¡era tan desgraciada!
-Bien -la voz de Sarah se animó -el sábado hemos quedado. Iremos con Roy y contigo al Country Club.
-Estupendo,  pero ahora quiero todos los detalles de lo que pasó ayer -pidió Laura llena de curiosidad.

miércoles, 7 de septiembre de 2011

CAPÍTULO.10

CAPÍTULO.10

Helen llegó a su habitación que estaba casi en penumbra y se dejó caer en un sillón. La tristeza le atenazaba la garganta y casi no podía respirar. Trató de serenarse abrazándose a sí misma y aunque deseaba desesperadamente llorar ni una sola lágrima asomó a sus ojos, estaban secos, había llorado tanto en su vida que ya no le quedaban lágrimas que derramar.
Meciéndose suavemente adelante y atrás logró que su cuerpo dejase de temblar y poco a poco se serenó. No se movió, se recostó lentamente en el sillón y volvió atrás en el tiempo, cuando contaba diecinueve años y era una joven llena de vitalidad y con la cabeza llena de sueños por cumplir.
No le gustaba estudiar demasiado por lo que había decidido hacer una formación profesional y llegar a obtener un diploma como esteticista, quería tener su propio centro de estética, ser la dueña de su trabajo e incluso, si las cosas iban bien emplear a otras especialistas.
En sus sueños veía como su centro integral de estética era publicitado en las mejores revistas de belleza. Se veía a sí misma con un futuro lleno de éxitos, tendría que viajar para conocer las últimas técnicas, los tratamientos más novedosos: Sacramento, Los Ángeles, Nueva York... Europa, recorrería el mundo e incluso podría poner su nombre a una gama de maquillaje.
Una sonrisa llena de amargura curvó los labios de Helen ¡cuántos sueños se tienen cuando la vida todavía no ha pasado ninguna factura!
Helen y sus amigas salían y se divertían como si cada sábado por la noche fuese el último. Fue en uno de esos sábados cuando conoció a Harry. Era un joven que trabajaba en uno de los viñedos que rodean a Green Valley.
Estaba sentado con unos cuantos amigos tomando unas cervezas, eran unos pocos pero hacían mucho ruido.
Helen se fijó al instante en Harry. Le llamó la atención aquel joven que reía con una sonrisa encantadora, los labios bien dibujados dejaban entrever unos dientes blanquísimos que contrastaban con su piel bronceada. Sus ojos negros llenos de vida, con una mirada limpia, honesta, sin rastro de maldad. Un mechón de pelo rebelde caía sobre uno de sus ojos dándole un aspecto de joven travieso que para ella resultó de lo más atractivo.
Sentada en la mesa contigua Helen y sus amigas charlaban pero ella no podía apartar los ojos de aquel joven sentado a pocos metros. De repente las miradas de ambos se cruzaron y se quedaron prendidas una de la otra, parecía que no podían dejar de mirarse y aunque el contacto visual duró apenas unos segundos, ellos siempre pensaron que habían pasado varios minutos. La primera en retirar la mirada fue Helen que, completamente ruborizada, no sabía qué hacer con sus ojos, ni con sus manos. Una risa nerviosa, que no pudo reprimir, escapó de sus labios.
Nunca podría precisar cómo ni cuándo sucedió pero un momento después las dos mesas estaban juntas y el grupo de chicos estaba sentado junto al  de Helen y sus amigas; ni, cómo poco después, ambos bailaban en la pequeña pista que había al fondo del local.
Helen se sentía mareada no tanto por la cerveza que había tomado como por las mariposas que notaba revolotear en su estómago. Estaban bailando muy juntos, casi sin moverse, pero conscientes el uno del otro, del casi imperceptible temblor de sus labios, del calor que desprendían sus cuerpos.  Notaba la respiración de Harry junto a su oído y con la cabeza apoyada en su hombro casi podía notar el sabor de la piel de su cuello.
Aquella noche fue mágica para los dos, fue su primera noche juntos y Helen siempre la recordaría porque fue la mejor noche de su vida y el fin de sus sueños.
Empezaron a verse a la salida del instituto, Harry la esperaba apoyado en su destartalada furgoneta y Helen sólo podía ver aquellos ojos negros donde perderse, aquellos brazos robustos, aquellas manos grandes y fuertes pero, a la vez, tan tremendamente tiernas, que cuando recorrían su cuerpo le hacían perder el sentido.
Acabó el curso con el verano y  comenzó a trabajar en el pequeño salón de belleza de Dona Carson, quería reunir la experiencia y el dinero necesarios para poder establecerse por su cuenta en un futuro cercano.
Su relación con Harry se hacía cada día más fuerte y sentía en su interior que le amaba, necesitaba sus besos como necesitaba respirar, necesitaba estar cerca de él para sentir que la vida tenía algún sentido y la pasión que existía entre ellos era el motor que les hacía levantarse cada mañana, para que las horas del día pasasen rápido y llegase pronto el momento de encontrarse de nuevo.
Era una noche de luna llena, luminosa y cálida. Se encontraban en lo alto de un pequeño cerro donde la suave brisa de la noche mecía las hojas de los árboles y cuyo sonido se unía al sinfín de ruidos nocturnos. A sus pies el gran valle se extendía hacia el horizonte.
Helen y Harry estaban sentados el uno junto al otro sobre una pequeña manta y observaban el paisaje nocturno con un silencio reverencial, como si el hecho de hacer algún sonido pudiese romper la belleza del momento.
El brazo de Harry rodeaba la cintura de Helen y ella apoyaba la cabeza en su hombro. Él comenzó a acariciar su brazo, su espalda y ella pudo sentir la calidez de su mano atravesando el fino vestido de algodón que llevaba aquella noche. Giró la cara hacia Harry buscando sus labios y ofreciendo la calidez de los suyos, fundidos en un largo y apasionado beso. Sus respiraciones se transformaron en una sola y sus cuerpos se buscaron con deseo irreprimible. Echados uno junto al otro, Harry recorría despacio el cuerpo de Helen y cada caricia era un escalofríode placer.
La besó en los labios, bajando despacio por su cuello, sus hombros descubiertos, sus pechos...
Casi sin darse cuenta estaban desnudos sobre la pequeña manta, podían verse iluminados por la clara noche y envueltos en la fragancia que desprendía la tierra. Podían sentirse, reconocer su olor. Se dejaron llevar por la pasión que les producía el contacto mutuo.
Helen siempre recordaría el placer inmenso que sintió cuando Harry entró en su cuerpo, un gemido escapó de sus labios y oleadas de deseo la  invadieron. Sus piernas rodearon las caderas de Harry, su cuerpo era una ofrenda de amor donde él podría perderse...
Aquella noche, sobre aquel cerro, sólo la luna, las estrellas y la oscuridad fueron testigos del acto de amor donde dieron rienda suelta a su deseo y a toda la pasión que llevaban dentro.
Sólo semanas después Helen supo que había quedado embarazada. Toda la pasión, todo el placer, se había tornado preocupación. ¿Qué iba a hacer?
Sin tiempo para reflexionar sobre si quería o no casarse, Helen contrajo matrimonio con Harry. No hizo falta que pasara mucho tiempo para que comprobase que había sido un error. Él fue un buen marido y un excelente padre para Sarah pero Helen comprobó que la inicial pasión pronto se convertiría en desamor y reproches.
El divorcio ni siquiera fue una opción para ella, había cometido un error y tenía que afrontarlo. El precio pagado por ese error había sido muy alto: toda una vida de infelicidad.
Cuando Helen se levantó a la mañana siguiente, Sarah ya no estaba en casa. La noche anterior, después de su discusión, su hija había salido y ella no sabía dónde había ido. Se quedó despierta en su cama esperando a que regresara. Volvió muy tarde. Después de sentirla en casa, Helen se durmió.
Quería encontrarse con Sarah por la mañana antes de que se fuera a trabajar. Necesitaba aclarar algunas cosas pero  había salido muy temprano.
Pensaba todo esto mientras preparaba mecánicamente el desayuno y el almuerzo para Paul. En pocos minutos pasaría el autobús del colegio.
Despidió al niño en la puerta de casa. Le dio un beso y le dijo adiós con la mano. Se preguntó por qué su relación con Sarah no era así.
Regresó a la cocina y se preparó un café bien cargado. Tenía que pensar y reflexionar sobre todo lo acontecido.
Necesitaba sus pastillas. Fue a su habitación, las pastillas estaban sobre la cómoda. Alzó la vista y se encontró con su reflejo en el espejo del tocador. ¿Realmente la mujer que la miraba era ella? ¿Dónde había quedado aquella muchacha llena de ilusiones, de proyectos y de sueños?
Jamás se habría imaginado que aquella joven idealista y llena de vida acabaría convertida en lo que era: una mujer amargada, una mujer que no quería a su hija, que nunca quiso a su marido, que... No pudo continuar. El llanto se apoderó de ella. Nunca se había dicho a sí misma todas estas cosas. Le dolía admitir que nunca había amado a Harry,  que... Su mirada se posó sobre la foto que tenía sobre el tocador: era una foto de familia. Harry y Sarah jugaban en el jardín, ambos parecían muy contentos; en el lateral aparecía Helen, ceñuda, con su permanente mueca de disgusto en la cara.
No recordaba quién había sacado esa fotografía aunque sí recordaba cuándo había sido tomada. Celebraban el séptimo cumpleaños de Sarah; la foto la habían tomado en el jardín. Los dos parecían estar disfrutando mucho, no como ella.
Suspirando, se tendió en la cama. ¿Por qué? ¿Por qué había tenido una vida que no la llenaba? ¿Por qué sentía la necesidad de hacer daño a quién más quería?  Sí, ella quería a Sarah, quizá no se lo demostrara, había puesto todas sus esperanzas en ella y la había defraudado...
En este punto de sus reflexiones Helen se detuvo. No podía creer que fuera tan egoísta, que estuviera cargando sobre su hija todos los errores que ella había cometido en su juventud...
Se paró a reflexionar cómo había sido la vida con Harry. Habían estado casados más de veinticinco años y nunca había existido entre ellos una complicidad, una intimidad, nunca habían compartido sus sueños y esperanzas... Realmente había sido Helen la que había establecido una barrera infranqueable entre ambos; culpaba a Harry por no haber podido cumplir sus sueños y, lo que era peor, también culpaba a Sarah...
Se dio cuenta de que había pasado toda su vida culpando a los demás por algo que ella hizo, por haber vivido la vida que otros le señalaron... ¡qué ironía! y ahora ella estaba haciendo lo mismo con Sarah, ¿es que acaso pretendía que Sarah acabara como ella, sola y amargada?
El sonido del teléfono la sacó de sus pensamientos. Contestó. Era Dona. Le tocaba abrir el centro de estética, tenía que darse prisa.
Suspiró. Se levantó. Se vistió y salió, como hacía cada mañana de los últimos treinta años, hacia el trabajo.

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