El amor y el odio son las pasiones que mueven el mundo. Escribir sobre ellas es mi pasión, sólo espero que leer mis palabras sea la tuya.
Clara.

viernes, 24 de junio de 2011

CAPITULO.5

Paul estaba muy contento con sus clases y no había vuelto a tener problemas en el colegio. Le iba tan bien con la natación que incluso había empezado a tomar clases los sábados. Sarah estaba muy contenta con este hecho pues le permitía recogerlo, tras acabar su turno en el coffee shop, y pasar lo que quedaba de tarde juntos. Sin Helen.
Todo esto pensaba Sarah mientras recogía las mesas del fondo. Las últimas semanas habían sido muy duras: su negativa a ceder a los deseos de Steven Taylor había provocado la ira de éste que, desde entonces, la obligaba a tener los peores y más duros turnos. Había trabajado sin un solo día de descanso durante las últimas dos semanas. -Bien -suspiró Sarah -mañana tendré todo el día para Paul.
 Sarah había adelgazado en las últimas semanas y sus ojos reflejaban no sólo tristeza sino también desesperación. Estaba pálida y ya casi no reía. Ni siquiera hablaba más allá de lo necesario para no parecer descortés.
Laura, desde la barra, la miraba preocupada. En las últimas semanas el acoso a que la sometía Steven Taylor había ido in crescendo.
Laura pensó en Benjamin Holmes. Benjamin era inspector de trabajo y uno de los más fervientes admiradores de Laura. Sólo gracias a él y a sus presiones habían podido conseguir el domingo libre para Sarah.
Laura pensó que Sarah jamás sabría que ese pequeño respiro se lo debería a Benjamin. Estaba asustada y jamás se hubiese atrevido a enfrentarse a Steven.
-Bien mirado -pensó Laura -ni siquiera había habido enfrentamiento.
Benjamin sólo había dejado caer a Taylor que era probable una inspección.
Mientras Laura pensaba todo esto, Sarah había recogido las mesas y estaba justo a su lado:
-¡Un dólar por tus pensamientos! -le dijo. Era extraño ver a Laura tan pensativa, era una chica de acción.
-No valen tanto. Sólo pensaba en Benjamin Holmes.
-¿Benjamin? Algo te traes entre manos. Esta semana le has dado mucho carrete y has salido con él, ¿cuánto? Tres días al menos y eso es muy raro en ti, ¿no te estarás enamorando?
-Venga Sarah, no digas tonterías. Benjamin es un amigo. Necesitaba que me hiciera un favor y...  -contó Laura.
-Ya sé qué clase de favor -respondió pícara Sarah.
-No hablaba de sexo pero ya que sacas el tema, te diré que sí. Tuvimos sexo pero nada más. Necesitaba que me ayudara y me ayudó. Sólo gracias a él tú... -Laura se interrumpió. Había hablado demasiado.
-Gracias a él, ¿yo qué? -Laura era muy impulsiva y eso asustaba a Sarah.
-Gracias a él y a su maravillosa sesión de sexo tú hoy tienes una compañera que está muy feliz y relajada y... que por eso va a dejar que te vayas antes de que acabe tu turno -mintió Laura.
-¡Pero aún falta más de media hora! Si el señor Taylor se entera... -dudó Sarah.
-El señor Taylor está en Los Ángeles buscando una clínica para su esposa así que por él no te preocupes.
-Pero aún faltan veinte minutos para que Paul acabe su clase y además no puedo permitir que tú te encargues sola de cerrar -protestó Sarah.
-Sarah, ¡vete ya!. No estaré sola. Roy vendrá a buscarme. Iremos a comer y después al Country Club. Algún día tendrás que venir con nosotros -dijo Laura.
Sarah sonrió. Hacía semanas que no sonreía. Laura era maravillosa: siempre alegre, llena de vida. No era de extrañar que muchos perdieran la cabeza por ella. Sarah pensaba todo esto mientras se cambiaba en el vestuario del Coffee Shop. Se quitó su uniforme de trabajo y se puso sus viejos vaqueros y un amplio jersey beige. Se soltó el pelo, que siempre llevaba recogido para trabajar. Se miró al espejo y no le gustó lo que vio. Suspiró. Tenía que animarse. Pensó en Paul y eso le infundió energía.
Salió del coffee shop sin despedirse de Laura, que estaba saludando muy efusivamente a Roy...
Cruzó las puertas del edificio de la piscina y se quedó observando la escena a través de la cristalera: Paul jugaba y reía con Alfred.
Entró a la zona de piscina, un intenso y húmedo calor la envolvió. Paul nadaba con un corcho en los pies. Frente a él, Alfred le observaba y le jaleaba para que nadara más rápido. Sarah sonreía.
De pronto, Paul divisó a Sarah y gritó:
-¡Mamá, mamá! ¡Mírame!
Alfred dio media vuelta y se enfrentó con la tierna mirada que Sarah dedicaba a su hijo. Carraspeó, no estaba acostumbrado a pasarle desapercibido a una mujer y parecía que Sarah no se había fijado en él.
Este hecho le picó en su orgullo y estimuló su necesidad de sentirse deseado. Con la mayor de sus sonrisas se dirigió a ella:
-Sarah, me alegro de verte -dijo engolando la voz.
A él le gustaban las mujeres bellas y Sarah, sin lugar a dudas, era una belleza. Quizá demasiado delgada y con un aire de tristeza que le daba un aura de mujer misteriosa e inaccesible.
Decidió que le gustaban las mujeres inaccesibles, sus últimas conquistas habían resultado demasiado fáciles. Era un cazador y le gustaban las presas difíciles. Sarah Slater lo sería.
Sarah no pudo responder al saludo de Alfred, ese hombre la turbaba. Era incapaz de articular palabra, Sarah se acercó a Paul, que venía envuelto en su albornoz.
-¿Qué tal, mi vida? ¿Lo has pasado bien? -dijo abrazándole.
-¿Me has visto, mamá? Ya sé tirarme de cabeza y además ya cruzo la piscina buceando y... -contó Paul.
-Paul, deberías ir a ducharte -intervino Alfred, que se había acercado al lugar donde charlaban madre e hijo.
-Muy bien, Alfred. Enseguida vuelvo, mamá.
Vieron alejarse a Paul en dirección a los vestuarios. En ese momento fue consciente de lo cerca que Alfred estaba de ella. Si estiraba la mano podría rozar sus bien torneados brazos. Él estaba vestido únicamente con un minúsculo bañador. Ella apreció la perfección de su cuerpo.
Hacía mucho tiempo que no estaba tan cerca de un hombre y, mucho menos, de un hombre como él.
Él vio en la mirada que ella le había dedicado un destello de deseo. Era un experto seductor y desde ese instante supo que tenía posibilidades con Sarah Slater aunque parecía extremadamente tímida y no sabía cómo debía invitarla a salir.
Mientras Alfred pensaba todo esto Sarah fantaseaba sobre cómo sería salir con él: ir a cenar, dar un paseo romántico, tomar unas copas y quizás después pasar una auténtica noche de pasión. Sarah se imaginó entre sus brazos, sintiendo sus besos y caricias...
-Mami, ya estoy listo -Paul interrumpió sus pensamientos.
Sarah volvió a la realidad y el recordar lo que había imaginado la hizo enrojecer de pies a cabeza.
-Mami, tengo hambre, vamos a comer. ¿Qué haremos esta tarde? -le interrogó Paul.
-Sí, cariño, nos vamos a comer. Esta tarde iremos al centro comercial. No tenemos nada en la nevera -Sarah se concentraba en no apartar su vista de Paul aunque era imposible no sentir la presencia de Alfred. Maldijo mentalmente su última frase, no tenía vida social y su único plan para el sábado por la tarde era hacer la compra. Realmente se sentía patética.
Lo que Sarah no sabía era que el rubor que teñía sus mejillas la hacía parecer cada vez más adorable a los ojos de Alfred, que seguía pensando en cómo invitarla sin asustarla. Tuvo mucha suerte porque Paul hizo el resto del trabajo.
-Mamá, eso no es justo. Nunca hacemos nada y para un día que estamos juntos, quieres que lo pasemos comprando -protestó el niño.
-Paul, cielo, luego hablamos -Sarah trataba de salir de allí cuanto antes. Se sentía insignificante y tonta.
Sin embargo, Paul no tenía la más mínima intención ni de salir de allí ni de dar por terminada la conversación.
-Mami, por favor, dime que mañana iremos al parque a comer, que iremos a jugar, que... -insistió.
-Paul, basta -dijo tajante Sarah -Vámonos ya, seguro que Alfred está deseando volver a su casa y no puede hacerlo porque, por si no te has dado cuenta, no puede cerrar la piscina hasta que tú y yo no nos vayamos.
-Sarah, no seas dura con el chico. Paul es estupendo. Yo mañana pensaba ir de excursión, si os queréis venir... -insinuó Alfred.
-¡Oh, sí, sí, sí, sí! -Paul estaba entusiasmado. La idea de pasar todo un día fuera de casa, le parecía un sueño hecho realidad ¡y además con Alfred!
Sarah también se sentía tentada a aceptar. Todo en aquel hombre le encantaba: su voz profunda, su porte elegante, su risa... Pero no, no podía ser, ¿cómo iba a salir ella con Alfred? ¿Qué diría su madre? Al pensar en ella, Sarah se reveló; estaba harta de tener que vivir su vida tal y como Helen deseaba.
-Vamos Sarah, será divertido. Paul necesita airearse y, viéndote a ti, tú también lo necesitas -sonrió Alfred- Además, será un día relajado. Lo pasaremos bien.
-¡¡Síííí, mami!!
Sarah sonrió. No soportaba los eternos domingos en casa de su madre. Ella organizaba un bingo al que acudían todas sus amigas y Sarah y Paul se veían obligados a permanecer durante todo el día en la cocina ya que la sala de estar acogía la partida.
Alfred aprovechó el momento de debilidad de Sarah para lanzar un último ataque:
-Bien, Sarah. Os recojo mañana a las diez. Dame tu dirección -pidió Alfred.
-No, mejor quedamos en la cafetería de la señora Hudson -dijo Sarah vehementemente. Era una cita inocente, pero aun así Sarah no quería que Helen se enterara.
-Pues entonces no hay nada más que hablar. Mañana a las diez -dijo Alfred -Traed ropa cómoda que nos vamos de excursión.
Paul comenzó a gritar, a besar y abrazarles. Ella se contagió de la alegría de su hijo y una risa escapó de sus labios. Sus miradas se cruzaron, la de Sarah con arrobo.
Azorada, cogió a su hijo de la mano y salieron de la piscina.

viernes, 17 de junio de 2011

CAPÍTULO.4

Las semanas transcurrían y la primavera había explotado pintando de mil colores el valle. Los campos de lavanda mecidos por la suave brisa impregnaban con su aroma la pequeña ciudad de Green Valley, en el condado de Sonoma.
El invierno había quedado atrás y los días se alargaban con la luz del sol. Un cielo límpido, azul, moteado con alguna pequeña nube anunciaba la larga temporada de buen tiempo que hacía que todos los habitantes empezasen los preparativos para las celebraciones que durante la primavera y el verano se sucedían sin descanso en la ciudad.
Mientras, Sarah acudía cada día con Paul y lo dejaba en la piscina con Alfred a las cinco de la tarde. Luego volvía a recogerlo hacia las seis y media y los dos juntos regresaban a casa.
Había llegado a un acuerdo con Laura para que se encargara de cerrar el coffee shop. A cambio Sarah se encargaba de abrir temprano por la mañana, así Laura podía dormir unas horas más, cosa que agradeció sobremanera pues sus salidas nocturnas se prolongaban hasta altas horas de la noche.
Alfred y Paul habían congeniado casi al instante, la alegría natural de Alfred había conquistado el corazón del pequeño Paul, y las travesuras inocentes de Paul le alegraban el día a Alfred. Cuando Paul le miraba con aquellos grandes ojos azules, no podía negarle nada.
Mientras esperaba a Paul se entretenía unos momentos al otro lado de los batientes de la entrada a la piscina para observar cómo Alfred y Paul se divertían juntos.
Paul era el último en salir del agua y siempre se quedaba un rato más con Alfred, al que parecía no importarle. Era en esos momentos cuando Sarah, refugiada tras los cristales, los observaba.
-¡Qué bien se llevan! -pensaba- y Paul ¡parece tan feliz!
Paul había crecido sin su padre y Alfred había llenado ese hueco en el mundo del pequeño, le gustaba estar con Alfred, se sentía bien, se sentía querido y protegido. Además, ¡se lo pasaba tan bien con él!
Alfred también había crecido sin padre y éste veía en el pequeño un reflejo de su propia infancia. Una madre que debía trabajar de sol a sol para sacarlo adelante y con muy poco tiempo que compartir con su hijo. Se acostumbró a la ausencia del padre y hasta que no apareció Paul en su vida no había vuelto a pensar en ello.

martes, 14 de junio de 2011

CAPÍTULO.3

A media mañana, desde el Taylor’s coffee shop, Sarah marcó el número de teléfono que su madre había apuntado en una nota.
-Diga -contestó una voz masculina al otro lado de la línea.
-¿Señor O’Connor? -preguntó Sarah.
-Sí, dígame.
-Soy Sarah Slater, la madre de Paul. Usted me llamó anoche para hablar conmigo, ¿sucede algo con Paul?
-¡Oh! Señora Sláter, encantado de hablar con usted. No. No se preocupe pero me gustaría poder concertar una entrevista con usted pues querría comentarle algunas cosas que creo debería saber.
-A la una tengo un rato libre. Si quiere puedo pasar por el colegio y hablamos, ¿le viene bien? -apuntó Sarah.
-Sí, la esperaré y podemos comer juntos mientras charlamos-dijo la voz del señor O’Connor.
-Bien, allí estaré. Gracias y hasta luego -se despidió Sarah.
-Hasta luego -contestó O’Connor.
La mañana había pasado rápida. Había habido mucho movimiento de clientes y el tiempo había volado entre tazas, platos y el aroma permanente del café.
A la una se despidió de Laura para ir deprisa al colegio de Paul, que se encontraba unas calles más hacia el norte. Si se daba prisa en unos minutos podría estar allí. No se cambió pues en cuanto terminase de comer debía volver al café.
William O’Connor la esperaba en la puerta. Se acercó a él acelerando el paso y alargando el brazo para estrechar su mano dijo:
-¿Señor O’Connor?
-El mismo. Supongo que usted es la madre de Paul -inquirió William O’Connor.
Sarah sonrió y asintió con la cabeza, lo que provocó que sus rizos tapasen un lado de su rostro.
Riendo alzó la mano y con un gesto coqueto los retiró hacia atrás.
William O’Connor la miraba con arrebato. Jamás hubiese supuesto que Sarah Slater fuese la belleza morena que tenía delante de sus ojos. Aquel pelo negro sedoso, aquella boca, aquellos ojos le tenían hechizado, no podía dejar de mirarla y una sonrisa bobalicona se había quedado en sus labios.
-¿Vamos a comer o nos quedamos aquí el resto de la hora del almuerzo? -rió Sarah consciente del impacto que había causado en el maestro y para contrarrestar el rubor que había sonrojado sus mejillas.
-He comprado unos bocadillos y unos refrescos, podemos caminar hasta el parque y comer allí. Hace una mañana primaveral y podremos disfrutar del aire libre -sugirió William.
-Estupendo, me parece una idea genial. La verdad es que no apetece encerrarse en ningún local -dijo Sarah comenzando a andar.
El corto paseo fue en silencio, William la miraba de hito en hito todavía incapaz de articular alguna palabra coherente, llamándose mentalmente tonto por la reacción que había tenido y reprochándose la mala impresión que podía haberse llevado Sarah de él.
Por el contrario Sarah, aunque todavía ruborizada, se daba cuenta de sus miradas y pensó que hacía bastante tiempo que no la miraban así, o al menos ella no se había dado cuenta. Sólo Steven Taylor... pero rechazó ese pensamiento con un movimiento de su cabeza, ahora no era el momento de pensar en ello.
El pequeño parque era un lugar tranquilo, con pequeños caminos bordeados de plantas aromáticas, la lavanda impregnaba con su olor todo el lugar.
Sarah aspiró con fruición.
-¡Qué maravilla! -exclamó- Ha sido una excelente idea venir aquí. Hacía meses que no había venido y había olvidado lo bien que huele.
Se sentaron en un banco junto a un olivo frondoso. William sacó de la bolsa de papel los sándwiches, los refrescos y un par de rojas manzanas.
-Bueno, señor O’Connor, ¿qué es eso tan importante que tiene que decirme sobre Paul? -preguntó Sarah.
-En primer lugar, llámeme William por favor -dijo.
-En ese caso, mi nombre es Sarah -replicó Sarah sonriendo.
-¡Qué nombre tan bonito! Sarah es un nombre hebreo y significa princesa, elegida por el destino para ser princesa de corazones -le dijo William.
Sarah estaba totalmente ruborizada y sólo pudo mordisquear el sandwich que tenía en la mano, para ocultar su turbación.
-Bien, Sarah, quería hablarte de Paul. Es un niño muy inteligente, pero tiene problemas de atención, siempre está alborotando y metiéndose en líos. Todavía es muy pequeño por lo que aún se puede solucionar.
-Sí, sé que Paul es muy travieso, a menudo pienso que entre mi madre y yo lo hemos malcriado. Quizás si tuviese un padre... -Sarah calló sin estar muy segura de lo que iba a decir.
-No, la figura del padre es importante, no cabe la menor duda, pero no es indispensable. Creo que es un problema de hiperactividad. Paul es un niño muy despierto, todo le produce curiosidad y eso hace que no pueda estar quieto ni un instante. La atención y la concentración que son necesarias para el aprendizaje son demasiado aburridas para él -explicó William- de todas formas estoy seguro de que si hiciera algo más, aparte de acudir al colegio, algo de deporte, por ejemplo. Tendría que utilizar parte de su energía y eso le beneficiaría. De todas formas, piénsalo.
-Sí, lo pensaré. Gracias William por tu interés -dijo Sarah levantándose del banco donde ambos estaban sentados.
-Debo marcharme, de lo contrario llegaré tarde al trabajo. Gracias de nuevo por la comida.
Sarah extendió la mano para estrechar la de William en señal de despedida pero éste la retuvo un momento entre las suyas.
-Sarah, para lo que necesites, no dudes en llamarme.
-Lo tendré en cuenta. Adiós, William.
Sarah echó a andar para salir del parque pero notaba la miraba de William clavada a su espalda. Le agradaba cómo le había hablado y cómo la había hecho sentir. Sí, decidió que le gustaba el señor O’Connor.
Mientras la miraba alejarse, William no podía sino admirar a aquella mujer. Sólo llevaba unos meses viviendo en aquella ciudad y no conocía a mucha gente. Había vivido toda su vida en Los Ángeles, allí había estudiado lo que siempre había considerado que era su vocación, enseñar era lo que más le gustaba. Su padre también fue maestro y le había inculcado el amor a la enseñanza y la satisfacción que se sentía desempeñando aquella labor. Había conseguido una buena plaza en un colegio privado en Los Ángeles y allí conoció a Denise, la que al poco de conocerse y enamorarse, se convirtió en su mujer. Diez años de matrimonio. Al principio las cosas fueron bien. Denise y él eran dichosos, tenían su trabajo y se tenían el uno al otro. Pero para Denise aquello no fue suficiente, necesitaba algo más y William no pudo o no supo dárselo. Tras el divorcio William pensó que no podía seguir en Los Ángeles. Tenía, no, realmente necesitaba alejarse, buscar un lugar más tranquilo donde poder encontrarse de nuevo a sí mismo y tener una nueva vida. Hacía un par de meses que le habían dado la oportunidad de sustituir a la señorita Rogers, que se había jubilado. Él se había hecho cargo de la clase de primero de primaria, eran unos pequeños diablillos, pero no lo podía evitar, disfrutaba enseñándoles las primeras palabras escritas, las primeras frases leídas, cada día era un nuevo reto y, a menudo, William creía ser feliz.
Su mirada permanecía anclada en el estrecho camino por el que había desaparecido Sarah, pero William seguía notando su presencia y estaba seguro que aquel aroma que notaba era la fragancia de su pelo, todavía sentía la quemazón en su mano al contacto con la suave mano de Sarah.. Recordaba su boca, hecha para ser besada.
William no lo sabía pero se había enamorado de Sarah, perdido e irremediablemente enamorado.
Sarah apresuró el paso pues quería pasar por el edificio del spa del Country Club antes de volver al trabajo. Alfred Gonzáles trabajaba allí y era monitor de natación. Estaba segura de que podría matricular a Paul en algún curso para niños de su edad y seguir los consejos que le había dado William O’Connor.
Cuando entró en el recinto le impresionó el ambiente, siempre le sucedía lo mismo. La luz que entraba a raudales por el techo acristalado se matizaba por las plantas trepadoras y las altas palmeras que asemejaban un paraíso tropical. El sonido del agua cristalina de fondo era lo único que se oía.
Caminó hasta las puertas batientes de la entrada a la piscina cubierta, allí de pie en un lateral se encontraba Alfred que estaba muy ocupado dando instrucciones a un grupo de jóvenes que estaban nadando en el agua. No se percató de la entrada de Sarah.
Sarah miró a Alfred detenidamente, era un hombre muy guapo, alto y fuerte. La natación había cincelado cada centímetro de su piel morena y con sólo su pequeño slip-bañador resultaba tan bello como una estatua griega. Sarah se fijó en sus brazos fuertes, hechos para abrazar y proteger; en su pecho inmenso donde reposar la cabeza; en las manos grandes y fuertes con unos dedos largos y suaves hechos para acariciar. Sarah se imaginó aquellos dedos acariciando su espalda, su cuello; aquella boca grande, jugosa, besando sus pechos y se imaginó a sí misma jugueteando con aquel pelo negro y perdiéndose en la inmensidad de sus ojos verdes.
Los pensamientos de Sarah se vieron interrumpidos cuando una joven esbelta salió grácilmente de la piscina y se acercó andando coqueta hacia Alfred. Éste alargó el brazo para hacerle un hueco junto a su cuerpo y la abrazó jugueteando. Los dos eran muy bellos, el cuerpo mojado de ella estaba brillante y el pelo largo y rubio se pegaba en mechones al pecho de él.
La mano morena de Alfred resaltaba en la espalda blanca de la mujer y las manos blancas de ella jugueteaban como dos mariposas posadas en su pecho. Su abrazo era tan intenso, de una comunión tan perfecta, que Sarah pensó que esos cuerpos estaban hechos el uno para el otro, para el disfrute y el placer.
-Posiblemente esa joven sea la nueva conquista de Alfred -pensó Sarah no sin cierta tristeza.
Alfred tenía fama de conquistador y no pocas mujeres confesaban entre suspiros las largas noches de pasión que habían pasado entre sus brazos. Sí, Sarah conocía todas aquellas habladurías pero nunca había sido testigo de un encuentro como el que acababa de presenciar y ello la había turbado sobremanera.
La muchacha se deshizo lentamente del abrazo de Alfred y riendo se dirigió hacia las duchas. Éste la siguió con la mirada y ella sabiendo que los ojos del hombre seguían posados en su cuerpo, caminó con lentitud moviendo sus caderas y en cada movimiento había una promesa de placer y éxtasis.
Sarah necesitó unos minutos para reponerse y ser capaz de mantener una conversación con Alfred sin  mostrar un ápice de turbación por los pensamientos que acababa de tener y para poder olvidar, si ello era posible, al menos por unos minutos, el encuentro que había presenciado entre Alfred y la muchacha.
Con decisión empujó las puertas batientes de entrada a la piscina. Sintió como el calor subía a sus mejillas, no tanto por el ambiente sofocante que encontró en el interior de la enorme estancia, como al notar que los ojos de Alfred la miraban sin apartarse un instante mientras recorría la distancia que la separaba de él.
Sarah fue consciente de lo ridícula que debía estar con su uniforme de camarera y lo poco atractiva y sexy que Alfred la debía de encontrar con aquel aspecto.
Agitó la cabeza para desprenderse de aquellos pensamientos. Debía centrarse y olvidar todo lo que había sucedido en los últimos minutos. Además, Alfred no era para ella, ni ella para Alfred.
Una sonrisa dibujada en el rostro de Alfred le dio la bienvenida.
-Hola Sarah, ¿qué te trae por mi feudo? -preguntó burlón Alfred.
-Hola Alfred, quería pedirte un favor.
-Lo que quieras.
-Es mi hijo Paul, tiene siete años, su profesor me ha dicho que sería conveniente que hiciera algo de deporte y yo había pensado que quizás tú podrías incluirlo en algún curso -explicó Sarah.
-Claro, no hay problema. Tráelo mañana a las cinco. Tengo un grupo de niños y niñas de su edad.
-Gracias Alfred, te lo agradezco mucho, de verdad.
-No me lo agradezcas, acepta una invitación para cenar y estaremos en paz -dijo Alfred con su tono meloso y con ese acento suyo tan peculiar y tan sexy, arrastrando las eses.
Sarah no supo distinguir si aquello era una burla o una invitación, por lo que se limitó a sonreír y asentir con la cabeza.
Giró sobre sus talones y salió de allí lo más rápido que pudo. Sintió los ojos de Alfred clavados en ella, pero fue incapaz de andar moviendo sus caderas como había hecho la muchacha rubia. Por el contrario, lo suyo fue un paso rápido, sin gracia pero efectivo, en pocos segundos estaba fuera del edificio del spa.
Notaba que se ahogaba y aspiró el aire fresco.
Tenía veintisiete años. Era toda una mujer. Tenía un hijo al que amaba con todas sus fuerzas. Pero necesitaba encontrar un hombre que la amase de verdad, que la hiciera sentir importante, que llenase esa parte de su vida que se encontraba tan vacía desde que Robert había desaparecido bruscamente de su vida.
Sí. Sarah necesitaba sentirse como una mujer, necesitaba disfrutar de una vida sexual plena, necesitaba sentir el placer de estar con un hombre que la amase y a quien poder ofrecer toda la pasión que Sarah llevaba dentro.
Un escalofrío la devolvió a la realidad y con paso decidido volvió al Taylor’s coffee shop. Era hora de volver al trabajo, en un par de horas habría acabado y regresaría a casa.

viernes, 10 de junio de 2011

CAPÍTULO.2



Cuando llegó a casa ya era de noche. Aparcó el coche y se quedó sentada en él , a solas con sus pensamientos, incapaz de enfrentarse de nuevo, como cada día, a la frialdad de su madre.
Tuvo que hacer un gran esfuerzo para abrir la puerta y forzarse a andar los veinte pasos que la separaban de la puerta de entrada.
Suspiró y abrió. En la sala estaba Paul vestido con su pijama y echado en el sofá mirando la tele, estaba casi dormido. Helen, su madre, se encontraba en la cocina recogiendo la mesa.
-Hola mamá -dijo Sarah.
-Tienes la cena en el microondas -fue la escueta respuesta de su madre.
-Gracias, pero no tengo mucho apetito -se excusó Sarah.
-Ha llamado el señor O’Connor, el maestro de Paul. Tienes que hablar con él. El número está junto al teléfono.
-¿Sabes qué es lo que quiere? -inquirió Sarah con un tono preocupado.
-No ha querido hablar conmigo, insistió en que debías hablar tú con él -en su voz se advertía un tono de reproche.
Sarah calló y no replicó a su madre. Sabía que no le había gustado que el señor O’Connor no le hubiese explicado a ella cuál era el problema con Paul, si es que había alguno.
Desde que Paul nació, su madre se había dedicado a su cuidado y a menudo no se daba cuenta de que era su abuela y no su madre. La verdad era que a veces hasta Paul se equivocaba y la llamaba mamá con la mayor naturalidad. Era en esos momentos cuando Sarah sufría como si la hubiesen abofeteado y era también en esos momentos cuando decidía que debía tomar una determinación: salir de casa de Helen y vivir su vida con su hijo. Pero una cosa era pensarlo y convencerse de que era lo que debía hacer y otra muy diferente el tener las agallas para hacerlo. Y el tiempo pasaba tan deprisa...
Las dos mujeres estaban de pie en la cocina, una enjuagando los platos, la otra apoyada en el quicio de la puerta, sólo unos metros las separaban pero en realidad estaban muy lejos una de la otra. Recogidas cada una de ellas en sus propios pensamientos y dejando que fuera el silencio el que envolviese su existencia.
Sarah fue la primera en huir, se irguió y dijo:
-Voy a acostar a Paul y me voy a dormir también. Estoy muy cansada. Hasta mañana, madre.
-Buenas noches, Sarah -contestó su madre- No te olvides del señor O’Connor.
-No te preocupes, mañana le llamo.
Mientras oía como Sarah cogía a Paul medio adormilado entre sus brazos, Helen miró a través de la ventana las luces de la calle, aquí y allá los pequeños resplandores de las ventanas, de las farolas, de las luces de los porches, moteaban de luz la oscura noche de finales de febrero. No hacía frío, pero Helen sentía frío hasta en verano, era como si en su cuerpo se hubiera instalado un invierno permanente.
Pensó en Sarah y en el tremendo error que cometió quedándose embarazada cuando sólo tenía veinte años. Ella siempre había pensado que las cosas iban a ser distintas, la había educado para que fuera una mujer fuerte e independiente.
Ella y su marido habían ahorrado hasta el último centavo para que Sarah fuese a la universidad, que estudiase y poder labrarse un futuro de éxito fuera del valle. Pero la realidad fue que Sarah había caído en el mismo error que ella cometió hacía ya veintisiete años.
Helen había puesto en Sarah todas sus ilusiones, si ella había tenido una vida gris y monótona, Sarah iba tener una vida maravillosa y ella podría vivirla aunque fuera a través de su hija. Si su vida había estado llena de desamor y reproches, su hija iba a vivir el amor y la felicidad. Pero las ilusiones y las esperanzas se hicieron añicos aquel otoño en que Sarah volvió inesperadamente de Sacramento.
Helen todavía recordaba cómo al ver entrar a Sarah en casa algo en su pecho había estallado. No hizo falta que su hija hablase, cuando Sarah rompió en sollozos y se refugió entre sus brazos, Helen lo supo. Todo había acabado, o como ella solía pensar, todo había vuelto a suceder. La historia, maldita historia, había vuelto a repetirse. Helen se secó las manos con un paño, apagó las luces de la cocina y se dirigió con paso cansino pero decidido a su habitación.



martes, 7 de junio de 2011

® CAPITULO 1. LAS UVAS DE LA PASIÓN

Sarah Slater estaba tumbada en su cama mirando las formas que las primeras luces de la mañana dibujaban en el techo. El estridente sonido del despertador la sacó de su ensoñación. Estiró el brazo y apagó la alarma. Otro día más.
Un nuevo día se abría paso a través de las telarañas del insomnio. Oyó unos golpes en su puerta y la voz inconfundible de su madre.
-Sarah, levántate. 
Dos palabras, como dos bofetadas, las mismas de cada mañana, previsibles, sin sentimientos. Sarah pensó en su madre, una mujer amargada, dura como el acero y que sólo a veces dejaba entrever ternura y sólo con el hijo de Sarah, el pequeño Paul.
Sarah se sentó en el borde de la cama, tenía veintisiete años, pero se sentía mayor, muy mayor. Su vida no tenía sentido o, al menos, ella no lo encontraba. ¿Iba a estar sola para siempre? ¿qué podría hacer para cambiarlo? Vivía de sueños, de esperanzas, de retazos de fantasías que construía en las largas noches en vela.
Se levantó y, de reojo miró el reflejo de su silueta en el espejo de su tocador. Tenía una bonita figura y un pelo largo y sedoso con rizos que le caían indomables y que recortaban un rostro amable donde resaltaban sus ojos negros, vivaces, con pestañas largas que le daban un aspecto exótico. Su boca dibujó una triste sonrisa.
Se dirigió a la cocina, donde se encontró con su madre sentada y apoyada sobre la mesa, ante una taza de café.
-El café está recién hecho -dijo Helen, la madre de Sarah, con la voz todavía enronquecida por el sueño.
Helen era una mujer todavía joven, pero la expresión dura de su rostro, las arrugas alrededor de su boca curvaban sus labios dándoles un gesto  permanente de amargura. Hondas ojeras restaban brillo a unos ojos muy parecidos a los de Sarah, negros, grandes pero su expresión estaba apagada, sin brillo, como si los años pasados hubiesen dejado una huella indeleble en ellos. Su pelo antaño negro azabache estaba entretejido de finas hebras blancas, haciéndole parecer una mujer mucho más mayor de lo que era. Hacía sólo tres años que había enviudado de Harry, su marido, su único novio, su primer y último amante, un matrimonio que había durado veinticinco años y que había marcado a Helen, envejecido su cuerpo y endurecido su alma.
-Hoy va a hacer un buen día -dijo Sarah mirando a través de la ventana-parece que la primavera está llegando.
Las palabras de Sarah sobresaltaron a Helen. Normalmente se comunicaban con monosílabos. Los silencios y las miradas llenas de reproche eran su única forma de expresión.
Pero lo único que hizo Helen fue tomar otro sorbo de café. Sarah continuó mirando por la ventana, dándole la espalda a su madre.
-¿Por qué mamá? -preguntó -¿por qué esta situación? ¿qué nos ha pasado? ¿qué te he hecho?
Sarah lanzó todas sus preguntas al reflejo de su rostro en los cristales de la ventana, sabiendo que no obtendría ninguna respuesta, su madre siempre huía sin dar explicaciones. No se dio la vuelta pues sabía que, como siempre, se iba a encontrar con la mirada llena de reproches de su madre, ni una palabra saldría de sus labios, ni un gesto amable de sus manos, sólo la frialdad que se había instalado entre ellas.
Sarah recordaba a su madre cuando era pequeña, cuando jugaba con ella en  el patio trasero de la casa.
Su risa -¡cuánto tiempo que no había escuchado su risa! -era como una explosión de cascabeles. Recordaba cuando mientras ella se sentaba en la mesa de la cocina a estudiar, su madre se afanaba en preparar la cena y cómo le daba a probar aquellas deliciosas salsas que solía cocinar o chupar con deleite aquel chocolate negro y espeso que preparaba para ponerlo sobre el bizcocho recién horneado.
A veces Sarah percibía que detrás de aquella alegría había algo que se le escapaba, algo que no podía definir pero que se agarraba a sus vidas y las iba cambiando.
Creció y tuvo que dejar su pequeña ciudad para ir a estudiar a la Universidad de Sacramento. Sus padres habían ahorrado con mucho esfuerzo centavo a centavo para que ella, su única hija, tuviera un futuro mejor.
Sacramento, una ciudad nueva, nuevas amigas, nuevos amigos, toda una nueva vida que Sarah quería tragarse a puñados. Compartía un pequeño apartamento con dos compañeras, ya casi olvidadas, y allí fue donde conoció a Robert.
Alto, guapo, Robert era el hombre ideal, de una buena familia, alegre y además inteligente, ¿qué más se podía pedir?
Se enamoró casi desde el  primer instante que lo conoció. Aquella sonrisa todavía la llevaba grabada en su corazón.
Dio un respingo, miró su taza. No quería más café. Tiró lo que quedaba al fregadero y enjuagó la taza. Debía darse prisa si no quería llegar tarde al trabajo. Cuando se volvió se dio cuenta de que su madre había salido, sin hacer ruido, de la cocina, como una sombra, como el recuerdo de lo que fue.
Sarah recordó el día que regresó de Sacramento, el día en que todo cambió, el momento en que su madre comenzó a convertirse en la sombra de sí misma.
Sarah llegó, como cada mañana, al Taylor’s coffee shop donde trabajaba y pasaba la mayor parte de su tiempo. Abría las puertas con las primeras luces del día y las cerraba cuando las sombras de la noche se habían apoderado de las calles.
El club social se encontraba al final del pueblo. Estaba formado por varios edificios alrededor de un campo de mini-golf con un pequeño lago artificial. El edificio principal era una casona enorme de estilo español, blanco con tejas rojas y grandes ventanales que bañaban de luz los amplios salones donde se celebraban fiestas, bailes y las familias más pudientes organizaban sus enlaces matrimoniales o las puestas de largo de sus hijos adolescentes. Un poco separado estaba el edificio de la piscina cubierta y el spa. El spa era un lugar maravilloso donde las plantas crecían colgadas de los altos techos acristalados y donde el sonido del agua transportaba a los clientes a lugares exóticos. Todo semejaba un paraíso tropical.
El edificio del Taylor’s coffee shop estaba junto a la calle Mayor y además de la cafetería tenía dos terrazas, una de ellas cubierta, y una zona de barbacoa donde en verano se solían celebrar pequeñas fiestas nocturnas en las que se bebía el vino del condado y en las que las inhibiciones se quedaban en casa, al menos por unas horas.
Mientras ponía en funcionamiento la cafetera, encendía  la plancha y disponía los servicios sobre las mesas, pensaba que su vida era una sinsentido. Su hijo Paul estaba creciendo, pero ella no estaba a su lado, cuando enfermaba era su madre, Helen, la que lo cuidaba, era su madre la que le ayudaba con las tareas del colegio y la que le acompañaba a las fiestas de cumpleaños de sus amiguitos. Para el pequeño Paul su madre era una desconocida, que le daba un beso de buenas noches cuando él ya estaba dormido.
Se mordió el labio inferior con amargura, tenía que dar un giro a su vida. Sí, tenía que trabajar para poder subsistir pero debía salir de casa de Helen y debía cuidar de Paul, ser su madre.
La puerta se abrió y Laura Southgate, la compañera de Sarah, entró como un torbellino.
-¡Oh! Sarah, lo siento, llego tarde -se disculpó.
-No pasa nada Laura. Estos momentos de tranquilidad me gustan.
-Deberías pensar menos y hacer más -replicó Laura con su cantarina voz.
Laura era una joven llena de vitalidad, ella no vivía la vida, se la bebía a grandes sorbos. Con su corta melena rubia y sus grandes ojos azules, resultaba muy atractiva y su risa contagiosa rompía los corazones de todos los jóvenes de la ciudad.
-Sarah, de verdad, deberías de salir alguna vez, vente conmigo al Country Club, es divertido, está lleno de gente y puedes tomarte unas cervezas y bailar... y siempre encuentras a algún chico guapo que te lleve a casa.
Laura sonreía con picardía, guiñando un ojo y sus palabras tomaban otro sentido. Sí, Laura no se ataba a nadie, ella disfrutaba de su vida, de su cuerpo, de su sexualidad. Pero ella no tenía un hijo como Sarah, no tenía esa gran responsabilidad a sus espaldas.
Entró Roy haciendo sonar las campanillas de la puerta.
-Buenos días princesas -fue su saludo.
-Buenos días Roy-corearon Sarah y Laura, mientras él descargaba las grandes bandejas sobre el mostrador.
Roy era el repartidor de la panadería y todas las mañanas traía las tartas de manzana, de chocolate, los bollos para el desayuno y las barras de pan.
Laura se acercó para ayudar a Roy y con la mirada más cautivadora que era capaz de conseguir, le dijo:
-Roy, anoche lo pasé fenomenal.
-Yo también Laura -contestó Roy -con el corazón golpeando fuertemente en su pecho.
-Deberíamos repetirlo -insinuó Laura.
-Claro, sí...yo...¿te parece bien que venga a recogerte esta tarde? -propuso tímidamente.
-A las seis estará bien, aunque debo pasar por casa para cambiarme -indicó Laura coqueta.
-No hay problema, lo que quieras Laura.
Roy giró sobre sus talones y casi tiró las bandejas con las prisas.
Laura rió al ver el azoramiento del joven. Se divertía viéndole tan nervioso, le gustaba jugar con él, en realidad le encantaba jugar con todos.
Cuando Roy salía, se cruzó con Steven Taylor, el dueño del Taylor’s coffee shop y de uno de los mayores viñedos del condado. Era un hombre de mediana edad pero con una gran planta, alto y de hombros anchos. Todavía conservaba un atractivo rostro donde sus ojos verdes destacaban, como dos piedras preciosas, en aquella cara de mandíbula poderosa. Su expresión siempre adusta se dulcificaba cuando miraba a Sarah.
-Buenos días, Sarah -se dirigió hacia la joven pero Laura le cortó el paso para saludarle y darle los buenos días.
-Sarah, por favor, pasa al despacho. Hay algunos asuntos que debemos tratar-dijo sin mirarla y dirigiéndose con  paso decidido hacia el pequeño cuarto que hacía las veces de despacho.
Entró seguido de Sarah que iba unos pocos metros detrás. Se sentó tras el escritorio y fue directo al asunto que le estaba quitando el sueño.
-Sarah, no hace falta que te repita lo que siento por ti -empezó a decir- te lo he dicho varias veces, no soy hombre que espera durante mucho tiempo, sólo debes darme una respuesta.
Sarah se envaró, la rabia le impedía hablar y decirle a aquel hombre que lo único que sentía hacia él era desprecio.
-Sr. Taylor -logró articular- usted es un hombre casado y...
-Eso no nos importa y menos a ti -la cortó tajante.
-A mí sí que me importa y le ruego, le suplico, que se olvide de mí. Yo no soy de esa clase de mujeres. -Sarah estaba al borde de las lágrimas, pero hizo un gran esfuerzo para no mostrar debilidad ante aquel hombre que le estaba haciendo la vida imposible.
Steven Taylor dio dos zancadas y se plantó delante de Sarah rozando su cuerpo. Le sujetó el brazo con fuerza. El rostro de Steven estaba a pocos centímetros de la cara de Sarah y ésta podía sentir su aliento.
-Sarah-susurró Steven junto a su oído -me vuelves loco, no puedo más, necesito que seas mía.
Una mano atenazaba el brazo de Sarah inmovilizándola junto a su cuerpo y el brazo de Steven abrazaba con fuerza la delgada cintura de Sarah.
El miedo y el asco le subían a Sarah por la garganta haciéndole difícil el poder respirar y su pecho se agitaba sin control. Tenía ganas de gritarle a Steven que parara, que no le quería, que la situación le repugnaba, que... que...
Con un esfuerzo sobrehumano se zafó del abrazo de Steven y girando salió deprisa del despacho. No podía hablar sólo las lágrimas corrían sin control por su rostro.
Se encontró con la mirada dulce de Laura que la esperaba a la puerta del pequeño despacho.
-Sarah, cariño, tienes que acabar con esto, como sea -le dijo en voz baja -sólo puede traerte problemas.
-Lo sé, pero no sé qué puedo hacer, él es muy poderoso  y yo... Ya ves, cuanto más me niego más se interesa, soy como una presa difícil de cazar y, por lo tanto, más interesante de conseguir. Lo único claro es que esta situación me enferma.
Haciendo un gran esfuerzo comenzó a trastear detrás de la barra y vio a través de las grandes cristaleras de la cafetería a Alfred que pasaba, como cada mañana, hacia la piscina cubierta. Alfred  levantó la mano en señal de saludo a las dos jóvenes que le miraban desde dentro del local y les dedicó una deslumbrante sonrisa.
-¡Ay, mi madre, está tremendo! -exclamó Laura alzando la mirada hacia el techo.
-Sí, tienes razón -añadió Sarah -pero creo que tiene puesta la mirada en alguien que no somos ni tú ni yo.
-¡Bah! No hagas caso de habladurías, ya sabes cómo son las cosas por aquí.
Las campanillas de la puerta interrumpieron su conversación. Los primeros clientes comenzaban a aparecer y había que atenderlos.
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