El amor y el odio son las pasiones que mueven el mundo. Escribir sobre ellas es mi pasión, sólo espero que leer mis palabras sea la tuya.
Clara.

miércoles, 31 de agosto de 2011

CAPITULO.9


Las lágrimas de Sarah no le dejaban ver la carretera. Llegó a su casa y aparcó el coche en la puerta. Ni siquiera se molestó en subir la ventanilla. Lo único que quería era meterse en la cama y olvidar todo lo sucedido en el coffee shop. Las imágenes no dejaban de repetirse en su cabeza: Alfred y Anya juntos, Alfred y Anya haciendo manitas, ella misma derramando el refresco sobre la camisa de Alfred, la gente criticándola, las groserías de Anya... y su entrevista  con Steven Taylor.
Casi deseaba que la despidiera, así no tendría que volver a enfrentarse con toda aquella horrible gente de la terraza, no tendría que ver a Anya y soportar sus aires de grandeza ni sufrir los envites de Steven Taylor.
Lo que realmente había partido el corazón de Sarah había sido comprobar que no eran habladurías lo que se comentaba en la ciudad: Alfred y Anya sí estaban juntos.
Lo ocurrido en la terraza le había demostrado que para él, ella no existía: no era nada, no había sido nada.
Dos gruesas lágrimas de rabia, de dolor, de impotencia... se le escaparon a Sarah. Sentía odio. Hacia Anya, hacia Alfred... pero sobre todo hacia ella misma. Se odiaba por haber sido tan ingenua, por haberse dejado engañar y, por encima de todo, se odiaba por no haber sido capaz de vivir la vida que ella había deseado. No debía haber permitido que su madre tomara las riendas de su existencia.
Absorta como estaba en sus pensamientos no advirtió que Helen había salido a la entrada y la estaba observando. Se secó las lágrimas y trató de pasar al interior de la casa. Su madre no se apartó de la puerta. Le impedía el paso. Sarah la miró, no comprendía nada. Helen la miraba desafiante.
-¿Cuándo pensabas contármelo?-le espetó.
-¿De qué hablas, madre?-Sarah seguía sin entender.
-Me encontré con Anita Gonzáles en el mercado.
-¡Oh! -Sarah no pudo decir más. A pesar de que había sido una cita inocente no había querido que se enterara. Sabía que no le gustaría.
-Después llamó Laura, quería saber si ya te habías recuperado. Me contó lo sucedido.
Creyó vislumbrar una amarga sonrisa en el rostro de su madre.
-¡Oh!-Sarah tuvo que reprimir un sollozo que pugnaba por salir de su garganta.
-No contenta con engañarme deliberadamente y permitir que mi Paul se relacione con el hombre de peor reputación de la ciudad...
-¡Paul es mi hijo! -la interrumpió. No pudo evitar la frase. Llevaba mucho tiempo pensando que Helen se extralimitaba, a menudo más que la abuela parecía la madre de Paul. Y ella ya no podía soportarlo más.
-Sarah, ¡cállate! Sacrifiqué toda mi vida por ti. Trabajé muy duro para que tú fueras alguien, pero tú preferiste tirar tu vida por la borda. No permitiré que también destroces la vida de Paul.
-Nadie te lo pidió madre -Sarah jamás se había atrevido a decirlo. De inmediato se arrepintió.
-Lo único que te pido es que no arruines la vida de Paul -Helen dio media vuelta y entró en la casa.
Sarah la cogió del brazo y la encaró hacia ella. Los ojos de su madre estaban empañados en lágrimas. Sarah jamás la  había visto en ese estado. Ni siquiera cuando murió Harry, su marido.
-Madre, no quería decir lo que he dicho. Créeme que lo siento... -intentó disculparse.
-Creo que ya está todo dicho Sarah. El señor O’Connor ha llamado, me dijo que necesitaba hablarte. Llámale. Buenas noches -la voz de Helen era fría, dura y su mirada glacial.
Helen se liberó del brazo de su hija. Se dio la vuelta y, sin mirarla, subió las escaleras en dirección a su habitación. Sarah se quedó en la entrada de la casa, la puerta estaba abierta, la cerró y, como una autómata se dirigió a la sala de estar. Se sentó frente al televisor, estaba apagado, lo encendió y miró la pantalla. Miraba sin ver. No quería admitirlo pero su madre tenía razón: jamás debió mezclarse con un hombre como Alfred Gonzáles.
El teléfono la sacó de su ensimismamiento.
-¿Diga? -respondió maquinalmente.
-Hola Sarah, soy William O’Connor, el profesor de Paul. Nos vimos hace unos días para...
-¿Ocurre algo?.
-Verás, esto... No sucede nada... Se me ocurrió que podría llamarte y ver si te apetecía salir a cenar... -estaba muy nervioso.
-William, estoy muy cansada. Sólo quiero dormir -un sollozo se escapó de su garganta.
-Sarah, ¿qué te ocurre? -preguntó preocupado -En un minuto estoy en tu casa.
-No, no. No es necesario. No es nada, ¿qué decías de quedar? -trató de cambiar de conversación pero de nuevo comenzó a sollozar.
-En un minuto estoy en tu casa -William colgó.
Sarah colgó el teléfono. Apagó el televisor. Cogió su bolso y salió a esperar a William. No sabía por qué actuaba así. El aire fresco la despejó. No llevaba ni cinco minutos esperando cuando un coche gris, de aspecto bastante destartalado, paró frente a su puerta. William asomó la cabeza por la ventanilla, parecía muy preocupado.
-¿Qué ocurre Sarah?
La tensión sufrida a lo largo de todo el día hizo que explotara. Sin querer, ni poder evitarlo, comenzó a llorar. No podía hablar, sólo quería llorar y llorar.
William salió del coche, se acercó a ella y pasando su brazo alrededor de sus hombros, la metió en el coche.
Continuó llorando sin consuelo. No podía parar. William no hablaba, sólo la miraba de reojo.
Durante unos minutos condujo sin dirección. Finalmente, viendo que Sarah no dejaba de llorar, decidió ir a su apartamento.
William O’Connor vivía en uno de los viejos edificios de apartamentos del centro de la ciudad. Era una pequeña construcción de sólo tres pisos de altura. A William le había agradado sobremanera. Deseaba vivir en un lugar donde no tuviera muchos vecinos. En Green Valley lo había conseguido. En su edificio sólo había seis apartamentos, uno de ellos vacío. En sus nuevos vecinos había encontrado grandes amigos, casi eran como de la familia.
Su apartamento estaba situado en el primer piso. El edificio no tenía ascensor. Sarah seguía llorando y William la rodeó con su brazo para ayudarla a subir.
Abrió la puerta de su apartamento y prendió la luz, era pequeño pero acogedor y desprendía un ambiente de total calidez.
La llevó hasta una agradable sala de estar donde la acomodó en un amplio y confortable sofá de cuero marrón. William salió y regresó con dos tazas humeantes. Ofreció una de ellas a Sarah. Ésta le interrogó con la mirada.
-Es una tisana, con mi toque especial
-¿Qué tiene de especial?
-Mi toque irlandés: un chorrito de buen whisky.
Le miró confundida. Finalmente, decidió beber. La infusión estaba caliente, muy caliente, y el whisky aumentaba esa sensación. El alcohol golpeó las sienes de Sarah que, sorprendentemente, se tranquilizó. Dejó de llorar y observó todo a su alrededor. Hasta ese instante no había sido consciente de dónde se encontraba. Lo último que recordaba vagamente era un destartalado coche gris.
Miró a William con sus grandes ojos negros, que le lanzaron cientos de preguntas.
-Me pareció que este era el mejor sitio y como no hablabas... -comenzó a disculparse.  Lo último que deseaba era molestarla.
-Has sido muy gentil y has tenido una gran idea
-¡Oh, fantástico! -el rostro de William se iluminó. Deseaba con todas sus fuerzas ver sonreír a Sarah. Deseaba hacerla feliz, amarla y que le amara.
Esta idea sorprendió a William, que hasta ese instante no había sido consciente de que comenzaba a amar a Sarah Slater. Tras su divorcio de Denise, pensó que jamás podría sentir algo parecido a lo que había sentido por su ex -mujer, sin embargo Sarah le había devuelto la ilusión.
Desde que la había visto por primera vez había sentido algo por ella, aunque no lo había identificado como amor. Después de su primer encuentro, todavía recordaba aquel almuerzo en el parque, anduvo investigando sobre ella. Sabía que Paul no tenía papá.. Por lo que pudo averiguar, Sarah Slater estaba sola, no compartía su vida con nadie. A William le extrañó. La belleza de Sarah le había cautivado y su aire de tristeza le había conmovido profundamente, deseaba hacerla feliz.
-Estás muy callado. Siento mi comportamiento. Si quieres me voy -a Sarah le incomodaba ese silencio. Creía que le había molestado.
-No, tengo hambre. Acompáñame a la cocina. Necesitaré un pinche -le tendió la mano.
Sarah se agarró a su mano y le preguntó divertida qué pensaban preparar. William sonrió misterioso. La llevó de la mano hasta la cocina. Era pequeña. William sirvió dos copas de vino. Sarah se encontraba muy tranquila y relajada, le gustaba  su compañía: con él las cosas eran fáciles. No había tensión y  podía comportarse con naturalidad.
-Corta estas verduras en trozos muy pequeños -puso frente a ella una bandeja con pimientos, berenjenas, calabacines...
-Y tú, ¿qué harás? ¿No me habrás traído para tenerme aquí cocinando mientras tú lees el periódico? -dijo divertida.
-Ese era mi plan, pero ya que me has descubierto no me va a quedar más remedio que ayudar. Prepararé la salsa -contestó.
William encendió la radio. Sonaba « My Way » de Frank Sinatra. Le encantaba esa canción y comenzó a cantarla a voz en grito. Sarah reía, no podía creer que hiciera sólo una hora hubiera estado tan mal. Llevado por la emoción del momento, la  sacó a bailar. Puso una mano en su espalda y la otra en su cintura. Sarah se refugió en sus brazos, ¡era tan agradable sentirse protegida! Cuando la canción acabó William la besó en la mejilla y le agradeció el baile:
-Eres una gran bailarina.
-Y tú un gran cantante -bromeó Sarah.
Pocos minutos después un delicioso olor salía de la cocina.
-Aún no sé qué es lo que estamos cocinando -protestó Sarah. -Si no me informas me declararé en huelga. Tú decides.
-En ese caso y para evitar una huelga, te informo que hoy cocinamos la famosa pasta O’Connor, con su salsa de champiñones y sus verduritas. Sólo me queda agregar el ingrediente secreto: la soja.
William estaba feliz, añadió la soja y tapó la sartén. Se quitó el delantal y ayudó a Sarah a quitarse el suyo.
-Ahora la señora irá a la sala mientras acabo de prepararlo todo -dijo empujándola suavemente.
Transcurrieron varios minutos hasta que William regresó. Sarah se entretuvo curioseando. Frente al sofá de cuero en el que había estado sentada, había una pequeña mesa, repleta de revistas. Sarah las ojeó. Había revistas de todo tipo pero la mayor parte versaban sobre cine, historia y antropología. Sonrió para sus adentros, William O’Connor le producía una inmensa ternura.
Al fondo había una gran estantería, repleta de libros y recuerdos de viajes.
-Vaya, vaya, William ha viajado mucho -pensó Sarah.
Allí había máscaras de carnaval italianas, pequeñas figuras aztecas e incluso varios búmeran recuerdo de Australia.
Sobre un pequeño mueble auxiliar  encontró la única foto de la estancia. Era una foto antigua, William aparentaba tener unos veinte o veinticinco años. A su lado una hermosa mujer, que aparentaba ser de su misma edad, le cogía por el brazo. Ambos se miraban fijamente y sonreían. Al fondo se veían las colinas de Hollywood.
-Cuando la señora guste. Su mesa está preparada -William le ofreció su brazo.
Sarah se dirigió hacia la cocina, creía que iban a cenar en la pequeña mesa accesoria que había en la misma. Sin embargo, y para su sorpresa, William la dirigió hacia la puerta de salida del pequeño apartamento. Sarah le miró sonriendo, pensaba que se trataba de una broma. William, muy serio, le indicó que subiera las escaleras hasta  la azotea del edificio.
Sarah no pudo reprimir una exclamación de sorpresa, ¡menuda vista! A pesar de la poca altura del edificio, las vistas eran espectaculares ¡suerte que no había altas construcciones en la ciudad! Desde la azotea se veía la pequeña iglesia, el parque central en el que habían comido juntos por primera vez... Al fondo, las grandes extensiones de viñedos, que ocupaban colinas y más colinas, y el Taylor’s coffee shop... al ver el café el rostro de Sarah se ensombreció.
William la observaba sin perder detalle: le encantó ver su  asombro. También se percató del cambio que se reflejó en su cara. Siguió con su mirada el punto hacia el que Sarah miraba: el Taylor’s coffee shop.
-Sarah, ¿te ha ocurrido algo en el trabajo? -preguntó tímidamente.
-No quiero hablar de nada, William. Quiero disfrutar de esta magnífica velada: de las vistas maravillosas, de la espectacular luna llena y, si fuera posible, de la famosísima pasta O’Connor -respondió Sarah. -¿O acaso te la has comido ya?
-Disculpa, no quería incomodarte. Sígueme.
William la llevó hasta la parte trasera de la azotea. Había preparado una mesa en el centro de la misma: un pequeño mantel rojo, un ramillete de flores, los platos con la pasta O’Connor y una botella de vino tinto.
Sarah no podía creerlo, Laura siempre le contaba sus devaneos amorosos repletos de románticos detalles, pero nunca le habían sucedido a ella. Sus ojos se llenaron de lágrimas de agradecimiento y dedicó una mirada a William que derritió el corazón del maestro.
Se sentaron a la mesa. Él le sirvió un poco de vino. Era la segunda copa que tomaba, y ella no estaba acostumbrada. El vino hizo que sus iniciales inhibiciones desaparecieran. Sabía que William la encontraba atractiva y, después de lo sucedido con Alfred, deseaba sentirse querida y deseada.
Durante toda la cena, no paró de beber y reír. Él era un fantástico anfitrión. Tras la cena y el postre, había preparado unas deliciosas fresas con nata, Sarah propuso un baile. Deseaba sentir las caricias de William.
Él estaba encantado, se sentía como en una nube. Por eso, cuando comenzó a llover fue como si despertara de un sueño. La miró con cara de aturdido. Sarah, sonriendo, ¡aquella sonrisa derretía a William! propuso que continuaran la velada en su casa. Él aceptó encantado.
En el apartamento, continuaron bailando. Cuando ya no pudo más, Sarah se tumbó en el sofá y le pidió que le trajera un vaso de agua. Cuando regresó  estaba acurrucada en su sofá. Se acercó lentamente a ella y con suavidad se sentó a su lado, con un brazo la atrajo hacia sí. Sarah se apoyó en su pecho y William aspiró el dulce aroma que desprendía su piel. Sin poder evitarlo acercó sus labios a los de Sarah y la besó con cariño. No esperaba respuesta, pero ella le abrazó fuertemente, se apretó contra él y le devolvió el beso con una pasión que desconcertó a William.
Sin tiempo para pensar, se vieron envueltos en unos besos apasionados. Él no pudo evitar acariciar los hombros, la espalda... Su mano subió hacia el cuello y bajó por el borde de su camisa buscando sus pechos.
De repente, y sin previo aviso, Sarah se levantó del sofá. Recogió sus cosas y salió del apartamento.
William se quedó perplejo.
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