El amor y el odio son las pasiones que mueven el mundo. Escribir sobre ellas es mi pasión, sólo espero que leer mis palabras sea la tuya.
Clara.

martes, 20 de septiembre de 2011

CAPÍTULO.12

Mientras Anita preparaba la cena para su querido hijo, Alfred, le vino a la memoria aquella otra cena que le preparó para celebrar su independencia, habían pasado ya algunos años...
Pasó toda la tarde en la cocina, preparando la deliciosa cena que tomarían. Aquella mañana, Anita había ido al mercado, donde eligió cuidadosamente cada uno de los ingredientes que utilizaría para preparar los platos de aquella cena tan especial.
Al contrario que Alfred, ella no sonrió en todo el día. Su alma estaba muy apenada, y una inmensa tristeza invadía todo su corazón. Sus ojos permanecieron todo el día humedecidos, grandes lágrimas descendían sin control por sus mejillas cada vez que recordaba lo felices que habían sido los dos todos estos años. Ella estaba muy orgullosa de su hijo: era un hombre de bien, responsable y muy inteligente. Sin desearlo, pensaba también en el padre que Alfred nunca tuvo, él jamás sabrá lo que significa crecer junto a un padre y una madre. Había tenido una infancia muy feliz, aunque sabía que en el corazón de Alfred siempre habría un hueco vacío del amor de aquel padre que nunca conoció.
Cuando estas ideas rondaban la cabeza de Anita, ella inconscientemente, apretaba sus puños con fuerza y se obligaba a pensar en otras cosas que no fueran tan dolorosas como lo eran aquellos recuerdos tan lejanos, pero a la vez, tan latentes aún en su interior. Se esforzaba por no atraer a su mente las vivencias de aquellos años pasados. Algunas de ellas hermosas, alegres y pasionales, pero que desgraciadamente acababan en la más triste de todas ellas: el recuerdo de una traición.
Había trabajado mucho y muy duro para sacar adelante a su hijo ella sola. Desde que regresara de México, había trabajado para la familia Taylor sin un solo día de descanso, ya que su puesto de ama de llaves exigía todo ese esfuerzo.
Eran muy pocas las veces en las que la señora Taylor le daba permiso a Anita para tomarse el día libre. Cuando sucedía esto era porque ya no podía ocultar su cansancio y Linda Taylor  correspondía con estos permisos.
Anita aprovechaba el día para irse de excursión con Alfred: tomar el sol, jugar en el campo, bañarse en el riachuelo y disfrutar de una deliciosa comida mexicana al aire libre. Estas salidas de Anita no agradaban lo más mínimo a Steven Taylor. Desde que se convirtiera en el marido de Linda, Steven había roto cualquier tipo de relación cordial con los trabajadores. Se mostraba distante, frío y con aires de superioridad. Esta era una actitud que endurecía todavía más cuando se trataba de Anita. Nunca más hablaron del pasado que habían vivido juntos. Steven únicamente se dirigía a Anita para ordenarle tareas. Ella sí había intentado hablarle en varias ocasiones, pero él nunca la quiso escuchar. Su respuesta siempre fue un portazo.


Mientras conducía hacia la casa de Anita, Alfred recordó la  cena de despedida antes de independizarse y marcharse a vivir a su apartamento. La cena fue muy especial, sabía cuanto se había esforzado para que todo estuviera como a él le gustaba. Recordaba las incontrolables lágrimas de su madre durante la cena. Él intentaba consolarla, pero le fue imposible; el corazón de Anita estaba triste y aquella era la mejor manera de exteriorizar lo que sentía.
Alfred sonreía y pensaba lo afortunado que era por tener una madre tan maravillosa mientras aparcaba el coche en la puerta de la casa de Anita.
Ella salió a recibirle al oír el motor del auto. Abrió sus brazos para abrazar a su querido hijo y le dio dos calurosos besos que Alfred sintió con mucho amor. Pasaron dentro, donde Anita había preparado una frugal cena para los dos.
-¿Qué tal hijo? ¿Cómo estás? -preguntó la madre.
-Como siempre, mamá. Muy ocupado con el trabajo en la piscina. Ahora han aumentado los cursos y termino muy tarde de trabajar -respondió Alfred.
-Me da pena, hijo, que vivas tú solo en el apartamento. Serías más feliz si compartieras tu vida con alguien. Una mujer es muy importante en la vida de un hombre -comentó Anita.
-Mamá, soy muy joven aún. Yo estoy bien, no tienes que preocuparte por mí -la contradijo Alfred.
-Ya sé hijo que tú estás bien, pero te hace falta una compañera. Alguien que te espere cuando tú vuelvas a la casa. Alguien a quien contarle cómo has pasado el día o qué cosas te preocupan -dijo la madre.
-Mamá, yo ya tengo una mujer maravillosa en mi vida -le dijo guiñándole un ojo y dándole un beso en la frente.
-Gracias, mi niño, pero yo ya me siento mayor y no puedo ocuparme de ti como yo quisiera. Me gustaría verte enamorado de una buena chica... -explicaba Anita.
-Mamá, ahora tengo otras cosas de las que preocuparme. A mí me gustaría llegar a enamorarme algún día y formar un hogar, pero de momento no llega y mientras, yo tengo muchos amigos y amigas con los que me divierto. Y así vivo muy bien -respondió Alfred.
-Verás, hijo, no tengo tantas fuerzas, empiezo a sentirme cansada, y antes de que a mí me ocurriera alguna cosa quisiera estar tranquila y verte casado -dijo Anita.
-Mamá, ¿estás enferma? -preguntó Alfred.
-No, simplemente soy mayor. Nada más. Debo pensar en ti y en tu futuro porque eres lo único que tengo y antes de que yo... -dijo Anita.
Mientras terminaba la frase tuvo que apoyarse en el banco que separaba la cocina de la sala principal. Había cerrado los ojos y sus manos se agarraban con fuerza. Un intenso mareo no le permitió acabar la conversación con su hijo. Le ocurría frecuentemente durante los últimos meses. Anita no quería preocupar a su hijo, era demasiado pronto.. Alfred la sentó en uno de los sillones de la sala de estar y le acercó la medicación, tal y como le pidió Anita. Las pastillas tenían un efecto inmediato, el malestar pasaba segundos después de haberlas tomado.
Hacía algunas semanas el Dr. Young la había visitado debido a los dolores que había empezado a padecer. Aquel día, fueron muy intensos e intermitentes; no pudo trabajar y Linda mandó llamar al doctor  asustada por el estado de Anita. Tuvo que visitar varias veces el hospital para que le realizaran diversas pruebas médicas antes del diagnóstico definitivo.
-Mamá  ¿Cuándo has empezado a tomar esta medicación? ¡Si tu nunca has estado enferma!-preguntó Alfred.
-Ay, mi niño, no te angusties, todo está bien. Las pastillas son para estos pequeños mareos. Ya va a pasar, tranquilo -dijo Anita tranquilizándolo.
Después de unos minutos  se sentió mucho más recuperada de su malestar. Quería volver a hablar tranquilamente con su hijo. Se incorporó en el sillón acercándose a Alfred, le tomó las dos manos apretándolas con suavidad junto a las suyas y mirándole a los ojos le dijo:
-Sarah es muy bella y  me di cuenta de que siente algo por tí. Esas cosas las madres las percibimos -dijo Anita con dulzura.
-Mamá, ahora debes estar tranquila y descansar. Olvídate de las mujeres y de mi futuro. Ya todo llegará algún día. Ahora sólo debes pensar en recuperarte. Descansa -dijo Alfred.
-Escúchame hijo, por favor. Es una buena mujer. Se ocuparía muy bien de ti. Sólo le pido a Dios que empieces a verla de otro modo para llegar a enamorarte de ella. Piensa en Sarah -le aconsejó Anita.
En el mismo instante en el que ella  pronunció estas palabras alguien abrió con violencia la puerta de la casa. Era Steven Taylor. Dio solamente dos pasos y ordenó a Anita con voz tajante:
-Quiero que para el sábado a las once esté todo lo necesario para la barbacoa en el almacén. Tienes la lista en la cocina de mi casa. Habla con Linda para la decoración del jardín. No quiero ni un solo error, ¿está claro? -inquirió Steven con tono desagradable.
Y sin dar tiempo para que Anita respondiera, Taylor salió de la casa dejando tras de sí un ensordecedor portazo. Ni un saludo, ni una leve sonrisa, ni el deseo de pasar una buena tarde. Nada. Ni siquiera había mirado a Alfred. El portazo continuaba siendo su despedida.
Los ojos de Alfred se llenaron de rabia y odio. Despreciaba profundamente a Taylor por cómo trataba a su madre. Sentía una gran impotencia por no poder cambiar los modales del patrón ni poder decirle todo lo que pensaba de él.
Se levantó de un salto del sillón dirigiéndose hacia la puerta. No sabía cómo controlar aquellos sentimientos tan violentos. Estaba furioso, quería encarar a aquel hombre tan despreciable, golpeó la puerta con un manotazo.
Desde pequeño recordaba al señor Taylor de ese modo, irrumpiendo en su casa para dar órdenes y mandar trabajo. Siempre con una actitud de superioridad y dejando ver el desprecio más absoluto que sentía por Anita.
Alfred se giró hacia su madre.
-No voy a permitir que sigas trabajando aquí. Ahora mismo te vienes a mi casa, yo cuidaré de ti -ordenó.
-Hijo, tranquilízate. El señor Taylor es el patrón y debe comportarse así. No te enfades sin razón, por favor, no quiero verte tan nervioso -le contestó Anita con voz suave y tierna mientras alargaba sus brazos hacia él.
-Madre, ahora necesitas descansar y cuidarte mucho. No debes trabajar más, llevas toda la vida haciéndolo. Deja de pensar por una vez en los patrones y en sus fiestas; piensa en ti, en mejorarte... ven conmigo a casa, ¿sí? -propuso Alfred esta vez más calmado y rodeando los hombros de Anita con un brazo.
-No te preocupes porque los modales del señor Taylor a mí no me duelen. Verás, hijo, en esta casa me necesitan. Sobre todo la señora Linda.. Va apagándose, poco a poco, día tras día, quedándose sin fuerzas y en soledad. Ella sólo me tiene a mí y debo estar a su lado, ¡pobre señora Linda! -dijo Anita con un suspiro.

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