El amor y el odio son las pasiones que mueven el mundo. Escribir sobre ellas es mi pasión, sólo espero que leer mis palabras sea la tuya.
Clara.

domingo, 3 de julio de 2011

CAPÍTULO.6


Por fin era domingo. Sarah no sabía quién estaba más nervioso, si Paul o ella. Sorprendentemente se estaba portando muy bien por lo que no tuvieron problema en estar a la hora convenida en la cafetería de la señora Hudson. Mientras esperaban a Alfred, decidieron tomar unos deliciosos gofres. La señora Hudson era la mejor cocinera de gofres de todo el valle y Paul no podía resistirse a ellos.
-A ver, ¿de qué queréis los gofres? -preguntó la señora Hudson.
-¡De chocolate con frutos rojos! -gritó Paul. Estos eran sus favoritos.-Señora Hudson, ¿podría ir con usted a prepararlos? -preguntó poniendo su cara de no haber roto nunca un plato.
La señora Hudson miró interrogativa a Sarah y ésta viendo lo bien que se estaba portando hizo un gesto afirmativo.
Durante unos minutos Sarah disfrutó permitiendo que el sol bronceara su cara ¡era una delicia! De repente una sombra se interpuso. Asustada, dio un respingo. Abrió los ojos y allí frente a ella estaba él, Alfred. Sarah contuvo la respiración, era el hombre perfecto: alto, moreno, de mirada verde y penetrante y con un cuerpo de infarto.
Alfred sonrió y se sentó a su lado.
-¿Dónde has dejado a mi chico favorito? -le preguntó mirándola a los ojos.
Aquella mirada la turbó a, era un hombre irresistible, que desprendía un magnetismo salvaje, casi animal.
No podía creer que allí estuviera ella, sentada con el hombre más deseado del valle.
-Bien -pensó Sarah,-tengo que tranquilizarme de lo contrario sólo conseguiré parecer una tonta que lleva sin una cita más de siete años. Aunque, bien pensado, eso es lo que soy.
En ese instante una idea pasó por  su cabeza, aquello no era una cita únicamente habían quedado porque Alfred se había encariñado con Paul, era su alumno favorito. Este pensamiento hizo que Sarah se entristeciera, se sentía como una idiota, ¿cómo era posible que ni por un momento se le hubiese pasado por la cabeza que ella y Alfred... ?
No, aquello era demasiado estúpido incluso para ella. Haciendo un esfuerzo por responder, Sarah movió la cabeza, como para alejar un mal pensamiento y dijo a Alfred:
-Hemos pedido unos gofres de chocolate y frutos rojos y se ha empeñado en ayudar a la señora Hudson a prepararlos.
-¡Jajaja! -rió Alfred. Era una carcajada sonora y fuerte. Sarah no pudo evitar sonreír.
En aquel momento Paul corría hacia la mesa. Parecía literalmente bañado en chocolate y muy contento. La señora Hudson corría tras él blandiendo un paño enorme. Alfred se levantó, lo alzó al vuelo y lo mantuvo tan alejado como le fue posible.
-Pero, ¿qué has estado haciendo? -le preguntó muerto de la risa.
-Ayudando a la señora Hudson -contestó Paul con la cara más inocente del mundo.
La señora Hudson llegó, jadeante, en esos momentos.
-Sarah, cariño, no te preocupes; no es más que un poco de chocolate. Toma este trapo y límpialo. Enseguida vuelvo con los gofres. Alfred, bombón, ¿te traigo otro para ti? -dijo mirándole de una manera muy pícara.
-¿Quién podría resistirse a sus magníficos gofres, señora Hudson? -respondió con galantería.
Después del delicioso desayuno fue el primero en levantarse.
-Deberíamos irnos ya. Le dije a mi madre que pasaríamos a por ella y, lo que es más importante, a por nuestra comida
Un minuto después estaban los tres montados en el flamante todoterreno  de Alfred;. El sol y el viento golpeaban sus rostros a través de las ventanillas abiertas. Alfred y Paul no paraban de cantar, reír y hacerse bromas. Sarah, inmune a estas circunstancias, no podía dejar de pensar con amargura si el coche no sería uno de los magníficos regalos con los que, según las malas lenguas del club, solía obsequiarle Anya. Por un momento Sarah sintió algo parecido a los celos.
Pronto llegaron a North Valley, los viñedos de Steven Taylor, el mayor productor de la zona. Anita, la madre de Alfred, era el ama de llaves, desde hacía más de 30 años, de la gran mansión.
Anita vivía en una construcción relativamente alejada de la gran casa. Era una casita de una sola planta con un gran porche porticado, donde les estaba esperando, sentada en su gran mecedora.
No tenía más de cincuenta y su rostro amplio, moreno y marcado por el sol, que habitualmente reflejaba una gran sonrisa, estaba más pálido que de costumbre. En cuanto los vio esbozó una gran sonrisa .Los besó y abrazó. Sarah pensó cuánto le gustaría que su madre fuese así, tan cariñosa como ella, aunque quizá eso sólo fuese cosa de los mexicanos.
Paul se balanceaba en la mecedora y Anita y Alfred hablaban de sus cosas, con ese bonito acento que tanto le gustaba. Al verlos juntos no pudo evitar compararlos: Alfred había heredado de su madre el pelo negro, los labios carnosos, los maravillosos dientes blancos y el tono dorado de su piel. Lo que no sabía Sarah era de dónde habían salido los ojos verdes y la increíble estatura de Alfred, ¡si Anita no pasaba del metro cincuenta y cinco!
Sarah pensó en sí misma y en Paul ¡si apenas se parecían! Paul era pelirrojo y tenía unos preciosos ojos azules, nada que ver con ella.
Un tirón en el jersey la hizo volver a la realidad:
-¡Mamá, que no te enteras! Anita te está hablando -le dijo Paul acusador.
Se acercó a ella sonriendo.
-Sarita, en la cocina dejé la cesta preparada. Acompáñeme.
Sarah cogió a Anita del brazo, la notaba cansada. Ambas mujeres se dirigieron a la cocina mientras Paul y Alfred se quedaban en el porche decidiendo quién conduciría.
Anita había preparado un auténtico festín: frijoles, guacamole, burritos, limonada casera... En la cesta sólo había tres vasos y tres juegos de cubiertos.
-Pero, Anita, ¡si somos cuatro!.
-Sarita, mi amor, hoy no les acompañaré. Es mi único día libre y me gustaría quedarme. Tengo muchas cosas que hacer -Anita la miraba con aquellos enormes ojos negros, que hoy le parecían a Sarah más apagados que nunca.
-¿Quieres que me quede contigo? - preguntó Sarah.
-No, váyanse y disfruten. Mi hijo necesita alguien como usted, que le haga ver qué es lo que de verdad importa -añadió guiñándole un ojo. -Y ahora váyanse y no regresen hasta tarde. Dígale a Alfred que fui a echarme una cabezadita. Vayan con Dios.
Mientras hablaba, Anita había empujado suavemente a Sarah hasta el porche y con el “Vayan con Dios” había cerrado la puerta.
Sarah se quedó con la boca abierta y la cesta de la comida en la mano. Alzó los hombros y se volvió hacia el coche. Paul estaba sentado en el asiento del conductor y simulaba ser un piloto de rallies. A su lado, Alfred hacía las veces de co-piloto. Ambos no dejaban de reír y gritar. Se acercó y le contó lo sucedido con Anita. Alfred dijo que lo entendía y que lo mejor era que se dieran prisa si no querían que se hiciera demasiado tarde.
El coche atravesaba los extensos viñedos de North Valley. A su alrededor no habían más que viñas y más viñas, todo era verde. El cielo de un  azul intenso, la tierra húmeda, fértil, viva. Hacía mucho tiempo que Sarah no sentía esa energía.
-¿Ya hemos llegado? -chilló Paul cuando el coche se detuvo.
Sarah pestañeó, miró el reloj en el salpicadero del coche y vio que habían pasado más de treinta minutos desde que salieron de casa de Anita. El tiempo estaba transcurriendo de forma vertiginosa, quizá esto sucedía cuando uno era feliz - pensó.
-Venga, despierta- gritó Alfred. -Cierra el coche cuando salgas. Te esperamos junto al río.
El lugar era magnífico: una pinada inmensa se extendía ante sus ojos y al fondo un riachuelo de aguas cristalinas.
-¡Este lugar es como un sueño! -exclamó Sarah.
-Aquí venía cuando era pequeño, mi madre me traía los sábados cuando acababa de trabajar.
Sarah no le miraba pero su voz denotaba una cierta tristeza.
-¡Alfred, Alfred!. Ven a jugar conmigo.
Riendo, corrió hacia la explanada donde Paul le esperaba. Alfred era un gran aficionado al fútbol y trataba de enseñarle.
-Paul, el balón sólo se toca con los pies -insistía una y otra vez.
El niño, sin hacerle mucho caso, insistía en tocarlo con las manos provocando con esto que Alfred lo elevara en el aire y entre risas le amenazara con tirarlo de cabeza al río.
-¡Tírame, tírame!-pedía Paul.
-Si te tiro, tu madre me mata -le recordaba Alfred.
Mientras tanto Sarah había preparado el picnic: había extendido el mantel y había dispuesto la comida que Anita les había preparado. Se quitó el jersey gris y se quedó con la leve camiseta blanca de algodón. Sin darse cuenta, sonreía.
-Venimos muertos de hambre-exclamaron Paul y Alfred al ver la comida.
Paul no pudo esperar más y se sentó en el suelo preparado para devorar todas y cada una de las delicias que allí veía. Antes de sentarse junto a él, Sarah creyó escuchar que Alfred le decía: -Realmente estás preciosa-. Al posar la vista en él vio que no la miraba y que estaba muy interesado explicándole a Paul cómo se comía un verdadero burrito mexicano. -En fin, lo habré soñado-, se dijo Sarah sin borrar aquella sonrisa casi adolescente de su boca.
La comida estaba deliciosa y además de la limonada casera, en el fondo de la cesta, Sarah encontró dos auténticas cervezas mexicanas muy, pero que muy, fresquitas. ¡Esta Anita es un cielo!
Terminado el festín Alfred propuso una siesta, una siesta mexicana.
-¿Y eso qué es? -inquirió Paul.
-Es lo mejor del mundo -contestó Alfred -después de una comida como la de hoy los mexicanos nos tumbamos y dejamos que los rayos del sol nos adormezcan. Después nos levantamos y podemos jugar sin parar durante horas y horas -añadió guiñando un ojo a Sarah.
La idea de poder jugar unas horas más con Alfred le pareció magnífica a Paul, que no dudó en acoger la siesta de un modo más que entusiasta. Fue al coche y se tumbó en la parte trasera. Poco después, se durmió.
-Vaya, vaya. Ésta no era mi idea. Yo había pensado en coger una manta y echarnos los tres aquí, junto al río pero tu hijo es mucho más listo que nosotros- sonrió Alfred -en fin, seremos tú y yo quienes disfrutemos de una siesta tradicional-la cogió de la mano y la llevó junto al río.
Había una agradable sombra que les protegía del sol pero que dejaba pasar el calor. Extendió la manta y se tumbó sobre ella. Con una sonrisa invitó a Sarah a hacer lo mismo. Despacio y muy suavemente se tumbó junto a él. Rezó porque él no oyera los latidos de su corazón, que golpeaba furioso contra su pecho. Se tumbó lo más alejada posible de él. No pudo evitar que un suspiro se le escapara.
-¿Y eso qué ha sido? -le preguntó Alfred entre divertido y asombrado.
-Nada, cansancio -mintió Sarah.
-¿Por qué? ¿Ha sido demasiado para ti? -quiso saber Alfred. Apoyándose en su codo izquierdo se giró hacia Sarah quedando lo suficientemente cerca de ella para que a ésta la recorriera una súbita ola de calor.
-No, ya sabes, Paul... el trabajo... en ocasiones siento que ya no puedo más -balbuceó Sarah.
-Te entiendo. Bueno, yo no tengo hijos pero mi madre me crió sola y sé que para ella fue muy duro. Pero ella es fuerte, como tú, y los dos salimos hacia delante. Aunque no soy lo que se dice un hijo modelo -Alfred terminó la frase con un tono un tanto irónico.
Sarah apoyó su brazo derecho y se giró hacia él. Ahora ambos estaban cerca, muy cerca.
-Bueno, supongo que es distinto. Paul no me tiene sólo a mí, también está mi madre -dijo Sarah.
Alfred se acercó aún más, casi se rozaban. Extendió una mano y con ella acarició el pelo y la cara de Sarah. Ella estaba paralizada, no sabía qué estaba  sucediendo exactamente y, cuando segundos después, Alfred la besó tiernamente ella creyó tocar el cielo. Olvidando su natural timidez Sarah se acercó más a él y le abrazó. Aspiró el aroma de su cuerpo y, sin poder evitarlo, le besó. Le besó apasionadamente, como jamás había besado a nadie, ni siquiera a Robert. En aquel momento, oyeron la voz de Paul.
-¡Mamá, mamá! ¡Llueve! ¡Me estoy mojando! -chillaba Paul desde la parte trasera del pick up de Alfred, donde se había echado la siesta.
Rápidamente Sarah se separó de Alfred, se levantó. Se atusó el pelo que seguramente tenía revuelto y se volvió en dirección a Paul. No sabía cómo comportarse con Alfred ¡hacía tanto tiempo que no la habían besado!
-No tan rápido -Alfred estaba justo detrás de ella. Agarrándola por la cintura, la obligó a girarse hacia él y la besó levemente en los labios -Ahora sí podemos irnos -dijo mostrando una gran sonrisa.
Sarah se acercó hacia el coche. Paul la miraba de un modo extraño, ¿habría visto algo? Alfred pasó como un rayo, abrió las puertas del coche y todos se cobijaron en su interior.
De regreso a la ciudad todos estaban callados. Prisioneros en sus pensamientos.
Así, llegaron a la ciudad. Sarah le pidió que les dejara en el centro. Tenía que hacer unas compras y además no quería tener que dar explicaciones a su madre. Se despidieron con una sonrisa y un hasta luego. Delante de Paul no podía dejar aflorar lo que en aquel momento sentía.
Tomó la mano de su hijo y se dirigieron hacia el supermercado de la señora Jensen. Era la tienda más concurrida, sobre todo los domingos, cuando no había nada más abierto en la ciudad. Al llegar, cogió una cesta.
-¿Qué quieres que cenemos hoy? ¿Pizza y helado de fresa?
-¡Sí! -contestó Paul.
No miraba por donde iba y tropezó con William O’Connor.
-¡Oh, William! Disculpa, soy tan despistada -se excusó Sarah.
Tenía el aspecto con el que Sarah siempre había identificado a los profesores de primaria: 35 años, alto, desgarbado, ojos y pelo de color castaño y una expresión de bondad permanente en su cara.
-Caray, Sarah, estás preciosa -dijo William. Sarah se turbó. Nunca se acostumbraría a los piropos y eso que no era la primera vez que William le dedicaba uno.
Hubo un largo silencio, Sarah buscó a Paul con la mirada, ¿dónde se habría metido este niño? ¡¡PROMP!! Un gran ruido y al instante supo que allí estaría él. Efectivamente, Paul era el único responsable del desastre que se había organizado en uno de los pasillos.
-Sólo quería ver qué pasaba si quitaba un bote -comenzó Paul.
Se puso roja como la grana, decenas de curiosos se agolpaban en torno a ellos y  podía escuchar los comentarios maliciosos.
-Es el niño de Helen, ¡un auténtico diablo!.
-Ya lo creo, mi nieta dice que, en el colegio no pasa un día sin que haga una trastada  -dijo una mujer con el pelo blanco a sus espaldas.
Sarah sentía que iba a estallar en sollozos, Paul era su hijo, no el de Helen y no era un mal chico, sólo revoltoso. No sabía qué hacer,  ni cómo reaccionar.
De un tirón William los saco de allí. Una vez en la calle Sarah rompió a llorar; llevaba mucho tiempo sometida a una gran presión: su madre, Steven Taylor, la cafetería, Paul... ¡Era demasiado para ella! A su lado, su hijo caminaba cabizbajo. Sarah se secó las lágrimas y lo cogió  de la mano.
-Mamá, yo no quería... no te pongas triste -dijo al borde del llanto
-Mi vida, no llores. Mamá está bien. Ha sido una tontería -se paró y abrazó a su hijo.
Paul era lo más importante en su vida, por él era capaz de aguantarlo todo. Por él también era capaz de renunciar a todo.
William se había quedado unos metros atrás. Sarah le miró y le indicó que se acercara.
-Muchas gracias, William. Normalmente no me comporto así. No sé qué... -comenzó a decir.
-No importa. Dejemos eso. ¿Qué os parece si os invito al cine? Hay una película estupenda -dijo mirando a Paul.
-¡Oh, sí! -exclamó.
-Cariño, es muy tarde y aún no hemos cenado -respondió.
-Entonces nada mejor que una hamburguesa. Conozco la mejor hamburguesería de la ciudad. Y no admito un no por respuesta -dijo William mirando a Sarah.
El local estaba sólo dos calles más allá del parque en el que habían almorzado William y Sarah. Paul estaba entusiasmado. Cuando llegaron Sarah le dijo:
-Anda  ve a jugar, pero no hagas de las tuyas y en cuanto nos traigan las hamburguesas vienes, ¿vale?
Paul se alejó feliz. En aquel momento Sarah se percató de que estaba a solas con William. Apenas habían hablado.
-Está bien esta hamburguesería, es diferente-comentó Sarah.
-No es necesario que hablemos, Sarah. Tienes que tranquilizarte y no hacer caso de comentarios estúpidos. La gente no tiene ni idea.
-Realmente eres muy amable, William.
En aquel momento una camarera sobre patines se acercó con su cena. Habían pedido tres hamburguesas con queso, alitas de pollo, aros de cebolla y unos refrescos. Paul se acercó de inmediato.
La cena fue muy agradable y distendida. Charlaron y rieron. William hablaba de Los Ángeles, de Disneylandia y de un montón de historias que hicieron soñar tanto a Paul como a Sarah.
Al finalizar la cena William se empeñó en acompañarlos. Dijo que un verdadero caballero siempre, siempre acompañaba a la dama a casa.
-Yo soy un caballero y seguro que Paul también. Así que no tenemos más remedio que acompañarte, Sarah. ¿Verdad, Paul?
-Síííí. ¡Soy un caballero! -y corría feliz delante de ellos.
Sarah casi había olvidado el incidente del supermercado. Habían llegado frente a su puerta. Paul ni siquiera se despidió:
-Me hago pis -fue su único comentario.
En el porche Sarah y William se miraban. Sarah no sabía cómo despedirse. Había sido una velada muy agradable y él era un hombre fantástico, pero nada más. Quería evitar a toda costa lo que finalmente no pudo evitar.
-Sarah ha sido un auténtico placer, creo que deberíamos repetirlo. ¿Qué te parece si mañana te paso a buscar a la salida del trabajo?
-Verás, acabo tarde y lo único que me apetece cuando termino es venir a casa y estar con Paul.
-Bien ¿qué tal el fin de semana?
-Mejor te llamo yo -mintió Sarah. Le tendió la mano y cerró la puerta tras de sí.
Su madre se apartó de la ventana. Había estado observando toda la escena.


4 comentarios:

  1. Hola querida:D

    Muchísimas gracias por pasarte por mis rincones:D

    Espero tenerte por ahí, aquí me tendrás dando guerra:D

    Un beso enooorme:D

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  2. Muchas gracias, Karol. Seguiremos en contacto.

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  3. Vaaaaaaya, dos hombres diferentes, dos ¿citas? totalmente distintas. Se ve que entre Alfred y Sarah existe una gran tensión contenida, una enorme atracción física y mucha chispa. Como cuando tocas un cable eléctrico y su descarga te hace saltar el corazón y revolotear la tripa.

    Con William solo existe apacibilidad, Sara no lo ve más allá de un hombre amable que se comporta con mucha paciencia y consideración tanto con ella como con su hijo. Veremos si surgirán nuevas citas entre este profesor de primaria que bebe los vientos por ella o si acaso el que se llevará el trofeo sea el triunfante donjuán.

    Por cierto, me he quedado intrigada con la lividez y la turbación de Anita. Me sospecho algo malo.

    Besos y buen inicio de semana, linda.

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  4. Akasha,
    Eres una lectora maravillosa, intuitiva y curiosa. Esta historia aún nos depara muchas sorpresas. Espero que sea capaz de engancharte.

    Besos

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