El amor y el odio son las pasiones que mueven el mundo. Escribir sobre ellas es mi pasión, sólo espero que leer mis palabras sea la tuya.
Clara.

domingo, 17 de julio de 2011

CAPÍTULO.8

Un sol radiante impactaba en el rostro de Sarah cada vez que salía a la terraza del Taylor’s Coffee Shop para servir aquellos exóticos cócteles.
Cuando sirvió el margarita y el san francisco al señor y a la señora Grey, Sarah se detuvo antes de volver a entrar a la cafetería quedó por unos segundos mirando fijamente al infinito, con los rayos de luz iluminando su rostro y su silueta. Recordaba a Alfred, recordaba aquella maravillosa comida, aquel fantástico paseo; pensaba que jamás volvería a ver unos ojos tan bonitos. Recordaba cómo caminaban uno al lado del otro, cómo él esbozaba una pequeña sonrisa picarona cada vez que sus miradas coincidían. De manos grandes y dedos largos; venas marcadas que resaltaban a través de su piel. Aquellas manos acariciarían todo su cuerpo algún día, las imaginaba entrelazadas con su pelo, rozando sus mejillas, mientras ella las besaba, recorrerían sus brazos, sus hombros y llegarían a sus firmes pechos.
-Camarera, por favor -dijo Anya -un daiquiri y, ¿Alfred tú qué tomarás?
Sarah se sonrojó exageradamente sin poder evitarlo. Nadie podía saber lo que pensaba segundos antes y, sin embargo, sentía una terrible vergüenza al tener frente a ella a su tan deseado amor.
Anya apartaba un pequeño mechón de pelo rubio de su rostro. Tenía una preciosa melena rubia, de pelo liso y largo. Realmente, toda ella era exuberante.
El anaranjado vestido resaltaba aún más la esbelta figura de Anya. Unas larguísimas piernas morenas, perfectamente cruzadas, terminaban en un par de maravillosas sandalias de altísimo tacón. El vestido creaba un provocador escote que no dejaba indiferente a ningún hombre, ella sabía que con él todos sus acompañantes habían dado rienda suelta a sus apasionadas fantasías.
Anya era una mujer sofisticada e inteligente. Pertenecía a una de las familias más ricas y poderosas del condado. Había estudiado en varias universidades del país y realizado un post-grado en marketing en la Universidad de Cambridge. Actualmente trabajaba como directora de marketing de una importantísima empresa farmacéutica de Los Ángeles.
Ya había alcanzado sus metas profesionales y ahora sólo deseaba disfrutar del poder que éstas le proporcionaban. Su dinero y su posición social le ayudaban a alargar todavía más su ya extensa lista de amantes.
Acompañando a una amplia sonrisa Alfred pidió un refresco a Sarah.
Intentaba sin éxito controlar sus nervios. Todas las mesas de la terraza estaban ocupadas y Sarah debía continuar centrada en sus tareas, aunque no podía evitar miles de preguntas que venían a su cabeza un segundo tras otro. ¿Serán solamente amigos? ¿Para qué habían quedado los dos solos? Anya era tan guapa, era una mujer realmente imponente con la que cualquier hombre desearía estar para siempre y Alfred no sería una excepción, se decía Sarah cabizbaja mientras intentaba borrar de su mente los recuerdos del maravilloso domingo.
Miraba una y otra vez hacia la mesa donde él estaba con Anya y, aunque luchaba por no hacerlo, su inquietud y desesperación no se lo permitían. Hacían una pareja tan bonita, cómo ella había creído por unos momentos que un hombre tan apuesto como Alfred podría llegar a interesarse en ella teniendo al lado una mujer como Anya. -¡Qué inocente he sido! -se repetía Sarah una y otra vez. -¡Olvídale! Él no está interesado en ti.
-Sarah, lleva estos dos cócteles enseguida o el hielo se deshará -le dijo Laura -¿Qué ocurre? De repente te ha cambiado la cara por completo.
-No es nada, he sentido un pequeño mareo, imagino que será por el calor.
Sarah debía llevar los cócteles a la mesa ocho, al lado de donde Anya y Alfred estaban sentados. No quería apartar la vista de la mesa a la que debía dirigirse, sin embargo, por un solo segundo miró hacia la otra descubriendo cómo Anya había entrelazado una de sus manos entre las de Alfred, mientras que con su otra mano le acariciaba el pelo y el rostro. Se miraban fijamente a los ojos y de ellos se desprendía un ardiente deseo. Esas miradas le demostraban a Sarah que seguramente habían compartido más de una noche de pasión.
Nerviosa sirvió los dos cócteles. Sabía que el siguiente encargo sería el de Anya y Alfred y, por ello y sin poder evitarlo, su corazón se aceleraba segundo tras segundo. Mientras volvía a la barra respiró profundamente varias veces con la intención de controlar los violentos latidos de su corazón. Parecía como si, de repente, su garganta hubiese aumentado de tamaño, lo que le impedía respirar bien y notó cómo su boca se resecó al instante.
Volvió a respirar profundamente. Deseaba salir corriendo del Taylor’s coffee shop; no podía encarar esa situación, sabía que su nerviosismo aumentaría cuando fuera a servirles. ¿Qué podía hacer para evitar aquello?
-Laura, dame un vaso de agua, por favor -pidió Sarah.
-Pero, ¿qué ocurre niña? Ahora sí que te veo muy mal. ¿Estás enferma? -preguntó Laura.
-No, tranquila, todo está bien. Dame agua, por favor -insistió.
Mientras le servía el vaso de agua Laura miró hacia la terraza dándose cuenta de la escena tan íntima que protagonizaban Alfred y Anya.
-¡Ya sé yo de qué estás mala! -dijo -. La fresca de Anya está intentando ligar con Alfred.
-¡Pero mírales!. ¡No está intentando ligar con él!. ¡Seguro que entre ellos ya ha ocurrido algo! -la contradijo Sarah.
Las bebidas ya estaban preparadas. Y colocadas en la bandeja. Sarah bebió el vaso de agua con el que pretendía relajarse pero no lo había conseguido, sus manos temblorosas no le obedecían. Volvió a repetirse una y otra vez que debía relajarse, simplemente llevaría el encargo a la mesa y todo habría pasado. Cogió la bandeja, respiró muy profundamente y se dirigió hacia la pareja. El refresco se desbordó del vaso y el alcohol del cóctel había mojado todo el azúcar. Sarah pensó que podrían llegar a llamarle la atención por no servir las bebidas correctamente.
Mientras llegaba a la terraza murmuraba -¡no pasa nada!, ¡no pasa nada!, ¡tranquilízate!, ¡lo harás bien!.
Estaban en la primera mesa y solamente debía salir a la terraza y servirles el encargo.
La parte interior del Taylor’s coffee shop estaba separada de la terraza únicamente por un pequeño escalón que Sarah conocía muy bien y por el que pasaba cientos de veces diariamente pero esta vez no pudo recordar este pequeño detalle y tropezó con él. El cóctel de Anya quedó esparcido por el suelo de la terraza y la copa deshecha en mil pedazos mientras que el refresco de Alfred se derramó sobre su camisa.
El resto de personas que estaban en las otras mesas dirigieron sus miradas hacia Sarah. Leves murmullos incesantes se prolongaban de mesa en mesa por la terraza. Todo el mundo estaba sobresaltado, algunos dibujaban pequeñas sonrisas de burla y otros lamentaban lo ocurrido enjuiciando a Sarah. Anya y Alfred se levantaron de sus sillas tan rápidamente como pudieron. Sarah solamente dijo:
- ¡Lo siento!.
No podía hacer ni decir nada más. Su cuerpo estaba totalmente paralizado y se quedó así por unos segundos, mientras Anya examinaba los daños que Sarah había causado en la ropa de Alfred. Él aireaba su camisa y miraba a Sarah sin ningún reproche.
Laura le acercó a su compañera la fregona con la que debía recoger los desperfectos.
-Sarah, niña, recoge la copa del suelo y olvida lo ocurrido -le dijo Laura al oído.
Sarah continuaba inmóvil mirando fijamente a Alfred. No podía mover un solo músculo de su cuerpo. Recordaba una y otra vez la escena que acababa de ocurrir. Veía el refresco impactando sobre el cuerpo de Alfred. Una y otra vez.
-¿Estás sorda? ¡Muévete! -dijo Anya casi chillándole-. Personas como tú no deberían trabajar en el Taylor’s coffee shop.
Sarah cogió la fregona y mirando al suelo comenzó a limpiar la terraza. En ese instante fue consciente de lo que había ocurrido, pero no se atrevía tan siquiera a levantar su mirada para ver cómo se encontraba Alfred. Sentía muchísima vergüenza por lo que había hecho.
-Ahora mismo voy a hablar con Steven. Te despedirán por lo que acabas de hacer -dijo Anya muy exaltada.
-Tranquila Anya, esto se limpia y lo olvidamos todo -le propuso Alfred mientras la cogía de la mano.
-¡No olvidamos nada!. Si ésta no sabe ni llevar un refresco a una mesa sin derramarlo ¡que la despidan! -sentenció Anya.
Anya cogió a Sarah del brazo apretándolo fuertemente y con rabia. La condujo dentro de la cafetería y la arrinconó entre la barra y la puerta que conducía al almacén. No se atrevía a levantar la mirada del suelo. Ella sabía que era una simple camarera. No la dejarían tan siquiera explicar lo ocurrido, las consecuencias llegarían y ella debería aceptarlas sin más.
-Esta será la última vez que te vea en la cafetería -la amenazó Anya-. Eres tan imbécil que ni tan sólo sabes servir mesas -añadió -Lo que acabas de hacer te costará el empleo.
-Vale, ya está bien, Anya -dijo Alfred separándola de Sarah.
Cuando oyó la voz de Alfred levantó la mirada hacia él y sintió una alegría inmensa al darse cuenta de que él no estaba enfadado y la defendía ante Anya.  Se miraron durante unos segundos. Ni él ni ella podían apartar sus ojos el uno del otro. Anya explicaba a Alfred la gravedad de lo ocurrido pidiéndole que no se preocupara porque ella lo arreglaría todo para que no volviera a suceder.
Mientras se dirigía a él, ahora con una voz suave y muy agradable, apoyando una mano en su pecho, advirtió que no estaba mirándola, ni siquiera la escuchaba. Se calló para seguir su mirada.
Anya cerró sus puños con todas sus fuerzas, dio media vuelta y se dirigió al despacho del señor Taylor.
Entró dejando tras de sí un enorme portazo que sobresaltó al dueño del Taylor’s coffee shop. El rostro de Anya mostraba la rabia y la ira que sentía. Mientras se dirigía a uno de los sillones del despacho que quedaba justo frente al de Steven, dijo muy violentamente:
-¿Por qué trabajan en esta cafetería personas como la inepta de tu camarera? No puedes consentir que dañen de esta manera la imagen de este club, con tan buena reputación. ¡Échala de aquí! -exigió Anya.
-Dime, preciosa, ¿por qué estás tan alterada? ¿quién es la causante de ello? -preguntó él.
-La idiota de tu camarera ha derramado las bebidas que tenía que servirnos; lo ha roto todo y nos ha manchado la ropa. ¡Échala de aquí! -volvió a insistir Anya muy alterada y enfadada.
Steven se levantó de su sillón de piel empujándolo contra la pared y con los dos puños apoyados en su escritorio. Preguntó a Anya:
-¿Quién ha sido? ¿Laura o Sarah? ¡Dime! -.
-La del pelo rizado y moreno que servía en la terraza. Ya le he dicho que este es el último día que trabajará aquí. ¡Échala! -insistió una vez más.
-Es Sarah -descubrió Steven -. No te preocupes, ahora mismo la llamaré y la pondré en su lugar -sentenció.
-Éstas no conocen la vergüenza. Estoy segura de que le dirás lo que se merece. No la puedes dejar trabajar más aquí -le pidió Anya.
-De verdad, lamento lo ocurrido pero no te preocupes. Voy a solucionar este incidente -.
-Muy bien Steven, me voy tranquila sabiendo que  no  tendré  que volver a verle la cara -dijo Anya mientras se dirigía a la puerta.


Anya había ganado la batalla, o así lo sintió ella. Había conseguido convencer a Steven Taylor para que despidiera a la camarera. Caminó unos pasos hasta observar a Sarah que seguía limpiando la camisa de Alfred. Anya dibujaba en su rostro una maliciosa sonrisa. Su mirada iba dirigida exclusivamente a Sarah; la maldecía segundo tras segundo. Al pensar en la escena que viviría con Steven Taylor en el despacho dentro de unos minutos dejó escapar una carcajada que llamó la atención de Alfred y Sarah. Anya siguió exactamente como estaba, ni un pequeño indicio de acercarse a ellos se apreció en ella. Esperaba que Alfred fuera hacia ella y así fue.
Justo en ese instante la puerta del despacho se abrió y Steven Taylor reclamó la presencia de Sarah en su despacho.
Vio cómo Alfred se alejaba de ella yendo al encuentro con Anya. Ahora era cuando más falta le hacía que él estuviera a su lado y estaba sucediendo lo contrario: veía cómo se alejaba de ella para obtener el amor de Anya. Sarah dirigió una mirada de reproche a Alfred.
Se sintió completamente vencida. De nuevo la vida volvía a arrebatarle la felicidad de sus manos. Volvía a sentir que jamás podría ser feliz, todas las ilusiones desvanecidas en un solo instante, había nacido para perder.
En aquel mismo instante se juró, una vez más, no volver a enamorarse. Dedicaría su vida a su hijo Paul y a trabajar por él. Sabía que no podría volver a soportar una desilusión tan fuerte como la que estaba viviendo en aquel momento. Sus ojos se humedecieron, un profundo dolor invadía su alma.



-Ya me han informado de lo ocurrido en la terraza. Como sabrás, este tipo de incidentes dañan muchísimo la imagen de la cafetería. Los clientes del Taylor’s coffee shop son las personas más distinguidas e importantes de todo el condado. Un accidente de este tipo puede hacer que nuestra clientela acuda a partir de ahora a otros locales -argumentaba con voz relajada el señor Taylor.
Sarah se sentía confundida por la actitud de su jefe. No comprendía por qué era él quien estaba dando las explicaciones, ni tampoco encontraba razón alguna para la serenidad con que se dirigía a ella.
Estaba sentada en un sillón frente a la mesa de Steven Taylor, era incapaz de levantar la mirada del suelo. No sabía lo que ocurriría, pero Sarah jamás se relajaba cuando estaba cerca de él.
Recorría todo el despacho con pasos cortos mientras hablaba. En ningún momento apartó la mirada de ella.


-Verá, señor Taylor, me gustaría disculpar... - Sarah intentaba sin éxito dar las
 pertinentes explicaciones a su jefe.
-Déjame continuar. Ha costado muchísimo esfuerzo y muchos años que el Taylor’s coffee shop tenga el reconocimiento social del que hoy en día disfruta. Lo que ha ocurrido en la terraza puede desencadenar consecuencias muy negativas, de las que el máximo perjudicado, como ya habrás comprendido, sería yo. No puedo permitir que esta cafetería pierda un solo cliente -continuaba explicando Steven Taylor.
-Señor Taylor, siento mucho lo... -Sarah volvió a ser interrumpida. Esta vez no por las palabras de su jefe.
Ahora estaba justo detrás de Sarah. Había apoyado sus  manos en los reposabrazos del sillón donde ella estaba sentada. Rozaba con su pecho la espalda de ella. Sarah percibía la respiración de Taylor junto a su nuca y su cuello. Ella tenía los dedos de sus manos entrelazados, los apretaba muy fuerte, estaban sudando. Los latidos de su corazón se habían acelerado; tenía miedo, volvía a percibir una vez más la respiración de Taylor. Sarah cerraba los ojos con fuerza. Después de unos segundos interminables Steven Taylor dijo:
-Tú eres la única responsable de una situación de la que el más perjudicado puedo ser yo. Por tanto, estás en deuda conmigo. Puesto que tú has desencadenado unos perjuicios para mi negocio, perjuicios que deberé sufrir yo, ahora deberás recompensarme por ellos.
Sarah no pudo articular ni una sola palabra. Reconocía el chantaje que pretendía hacerle para así conseguir sus propósitos. No aceptaría de ningún modo su propuesta y así se lo hizo saber.
-No debo compensarle por nada. Me he disculpado por lo ocurrido. Ahora es usted quien debe decidir si me despedirá o no -Sarah se había levantado enérgicamente del sillón. Estaba de pie, frente a Taylor, mirándole fijamente a los ojos.
A Steven le sorprendió la reacción de Sarah. Al reconocer la negativa de ésta se sintió muy ofendido. Sabía que había perdido una batalla más. Rodeó la mesa del despacho, se sentó en su sillón de piel y le ordenó:
-Ve a trabajar.
Cuando Sarah abría la puerta del despacho su jefe volvió a dirigirse a ella diciéndole:
-Tienes una semana para decidir si quieres continuar trabajando en esta cafetería. Eres tú quien decide.


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