El amor y el odio son las pasiones que mueven el mundo. Escribir sobre ellas es mi pasión, sólo espero que leer mis palabras sea la tuya.
Clara.

viernes, 10 de junio de 2011

CAPÍTULO.2



Cuando llegó a casa ya era de noche. Aparcó el coche y se quedó sentada en él , a solas con sus pensamientos, incapaz de enfrentarse de nuevo, como cada día, a la frialdad de su madre.
Tuvo que hacer un gran esfuerzo para abrir la puerta y forzarse a andar los veinte pasos que la separaban de la puerta de entrada.
Suspiró y abrió. En la sala estaba Paul vestido con su pijama y echado en el sofá mirando la tele, estaba casi dormido. Helen, su madre, se encontraba en la cocina recogiendo la mesa.
-Hola mamá -dijo Sarah.
-Tienes la cena en el microondas -fue la escueta respuesta de su madre.
-Gracias, pero no tengo mucho apetito -se excusó Sarah.
-Ha llamado el señor O’Connor, el maestro de Paul. Tienes que hablar con él. El número está junto al teléfono.
-¿Sabes qué es lo que quiere? -inquirió Sarah con un tono preocupado.
-No ha querido hablar conmigo, insistió en que debías hablar tú con él -en su voz se advertía un tono de reproche.
Sarah calló y no replicó a su madre. Sabía que no le había gustado que el señor O’Connor no le hubiese explicado a ella cuál era el problema con Paul, si es que había alguno.
Desde que Paul nació, su madre se había dedicado a su cuidado y a menudo no se daba cuenta de que era su abuela y no su madre. La verdad era que a veces hasta Paul se equivocaba y la llamaba mamá con la mayor naturalidad. Era en esos momentos cuando Sarah sufría como si la hubiesen abofeteado y era también en esos momentos cuando decidía que debía tomar una determinación: salir de casa de Helen y vivir su vida con su hijo. Pero una cosa era pensarlo y convencerse de que era lo que debía hacer y otra muy diferente el tener las agallas para hacerlo. Y el tiempo pasaba tan deprisa...
Las dos mujeres estaban de pie en la cocina, una enjuagando los platos, la otra apoyada en el quicio de la puerta, sólo unos metros las separaban pero en realidad estaban muy lejos una de la otra. Recogidas cada una de ellas en sus propios pensamientos y dejando que fuera el silencio el que envolviese su existencia.
Sarah fue la primera en huir, se irguió y dijo:
-Voy a acostar a Paul y me voy a dormir también. Estoy muy cansada. Hasta mañana, madre.
-Buenas noches, Sarah -contestó su madre- No te olvides del señor O’Connor.
-No te preocupes, mañana le llamo.
Mientras oía como Sarah cogía a Paul medio adormilado entre sus brazos, Helen miró a través de la ventana las luces de la calle, aquí y allá los pequeños resplandores de las ventanas, de las farolas, de las luces de los porches, moteaban de luz la oscura noche de finales de febrero. No hacía frío, pero Helen sentía frío hasta en verano, era como si en su cuerpo se hubiera instalado un invierno permanente.
Pensó en Sarah y en el tremendo error que cometió quedándose embarazada cuando sólo tenía veinte años. Ella siempre había pensado que las cosas iban a ser distintas, la había educado para que fuera una mujer fuerte e independiente.
Ella y su marido habían ahorrado hasta el último centavo para que Sarah fuese a la universidad, que estudiase y poder labrarse un futuro de éxito fuera del valle. Pero la realidad fue que Sarah había caído en el mismo error que ella cometió hacía ya veintisiete años.
Helen había puesto en Sarah todas sus ilusiones, si ella había tenido una vida gris y monótona, Sarah iba tener una vida maravillosa y ella podría vivirla aunque fuera a través de su hija. Si su vida había estado llena de desamor y reproches, su hija iba a vivir el amor y la felicidad. Pero las ilusiones y las esperanzas se hicieron añicos aquel otoño en que Sarah volvió inesperadamente de Sacramento.
Helen todavía recordaba cómo al ver entrar a Sarah en casa algo en su pecho había estallado. No hizo falta que su hija hablase, cuando Sarah rompió en sollozos y se refugió entre sus brazos, Helen lo supo. Todo había acabado, o como ella solía pensar, todo había vuelto a suceder. La historia, maldita historia, había vuelto a repetirse. Helen se secó las manos con un paño, apagó las luces de la cocina y se dirigió con paso cansino pero decidido a su habitación.



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