El amor y el odio son las pasiones que mueven el mundo. Escribir sobre ellas es mi pasión, sólo espero que leer mis palabras sea la tuya.
Clara.

martes, 7 de junio de 2011

® CAPITULO 1. LAS UVAS DE LA PASIÓN

Sarah Slater estaba tumbada en su cama mirando las formas que las primeras luces de la mañana dibujaban en el techo. El estridente sonido del despertador la sacó de su ensoñación. Estiró el brazo y apagó la alarma. Otro día más.
Un nuevo día se abría paso a través de las telarañas del insomnio. Oyó unos golpes en su puerta y la voz inconfundible de su madre.
-Sarah, levántate. 
Dos palabras, como dos bofetadas, las mismas de cada mañana, previsibles, sin sentimientos. Sarah pensó en su madre, una mujer amargada, dura como el acero y que sólo a veces dejaba entrever ternura y sólo con el hijo de Sarah, el pequeño Paul.
Sarah se sentó en el borde de la cama, tenía veintisiete años, pero se sentía mayor, muy mayor. Su vida no tenía sentido o, al menos, ella no lo encontraba. ¿Iba a estar sola para siempre? ¿qué podría hacer para cambiarlo? Vivía de sueños, de esperanzas, de retazos de fantasías que construía en las largas noches en vela.
Se levantó y, de reojo miró el reflejo de su silueta en el espejo de su tocador. Tenía una bonita figura y un pelo largo y sedoso con rizos que le caían indomables y que recortaban un rostro amable donde resaltaban sus ojos negros, vivaces, con pestañas largas que le daban un aspecto exótico. Su boca dibujó una triste sonrisa.
Se dirigió a la cocina, donde se encontró con su madre sentada y apoyada sobre la mesa, ante una taza de café.
-El café está recién hecho -dijo Helen, la madre de Sarah, con la voz todavía enronquecida por el sueño.
Helen era una mujer todavía joven, pero la expresión dura de su rostro, las arrugas alrededor de su boca curvaban sus labios dándoles un gesto  permanente de amargura. Hondas ojeras restaban brillo a unos ojos muy parecidos a los de Sarah, negros, grandes pero su expresión estaba apagada, sin brillo, como si los años pasados hubiesen dejado una huella indeleble en ellos. Su pelo antaño negro azabache estaba entretejido de finas hebras blancas, haciéndole parecer una mujer mucho más mayor de lo que era. Hacía sólo tres años que había enviudado de Harry, su marido, su único novio, su primer y último amante, un matrimonio que había durado veinticinco años y que había marcado a Helen, envejecido su cuerpo y endurecido su alma.
-Hoy va a hacer un buen día -dijo Sarah mirando a través de la ventana-parece que la primavera está llegando.
Las palabras de Sarah sobresaltaron a Helen. Normalmente se comunicaban con monosílabos. Los silencios y las miradas llenas de reproche eran su única forma de expresión.
Pero lo único que hizo Helen fue tomar otro sorbo de café. Sarah continuó mirando por la ventana, dándole la espalda a su madre.
-¿Por qué mamá? -preguntó -¿por qué esta situación? ¿qué nos ha pasado? ¿qué te he hecho?
Sarah lanzó todas sus preguntas al reflejo de su rostro en los cristales de la ventana, sabiendo que no obtendría ninguna respuesta, su madre siempre huía sin dar explicaciones. No se dio la vuelta pues sabía que, como siempre, se iba a encontrar con la mirada llena de reproches de su madre, ni una palabra saldría de sus labios, ni un gesto amable de sus manos, sólo la frialdad que se había instalado entre ellas.
Sarah recordaba a su madre cuando era pequeña, cuando jugaba con ella en  el patio trasero de la casa.
Su risa -¡cuánto tiempo que no había escuchado su risa! -era como una explosión de cascabeles. Recordaba cuando mientras ella se sentaba en la mesa de la cocina a estudiar, su madre se afanaba en preparar la cena y cómo le daba a probar aquellas deliciosas salsas que solía cocinar o chupar con deleite aquel chocolate negro y espeso que preparaba para ponerlo sobre el bizcocho recién horneado.
A veces Sarah percibía que detrás de aquella alegría había algo que se le escapaba, algo que no podía definir pero que se agarraba a sus vidas y las iba cambiando.
Creció y tuvo que dejar su pequeña ciudad para ir a estudiar a la Universidad de Sacramento. Sus padres habían ahorrado con mucho esfuerzo centavo a centavo para que ella, su única hija, tuviera un futuro mejor.
Sacramento, una ciudad nueva, nuevas amigas, nuevos amigos, toda una nueva vida que Sarah quería tragarse a puñados. Compartía un pequeño apartamento con dos compañeras, ya casi olvidadas, y allí fue donde conoció a Robert.
Alto, guapo, Robert era el hombre ideal, de una buena familia, alegre y además inteligente, ¿qué más se podía pedir?
Se enamoró casi desde el  primer instante que lo conoció. Aquella sonrisa todavía la llevaba grabada en su corazón.
Dio un respingo, miró su taza. No quería más café. Tiró lo que quedaba al fregadero y enjuagó la taza. Debía darse prisa si no quería llegar tarde al trabajo. Cuando se volvió se dio cuenta de que su madre había salido, sin hacer ruido, de la cocina, como una sombra, como el recuerdo de lo que fue.
Sarah recordó el día que regresó de Sacramento, el día en que todo cambió, el momento en que su madre comenzó a convertirse en la sombra de sí misma.
Sarah llegó, como cada mañana, al Taylor’s coffee shop donde trabajaba y pasaba la mayor parte de su tiempo. Abría las puertas con las primeras luces del día y las cerraba cuando las sombras de la noche se habían apoderado de las calles.
El club social se encontraba al final del pueblo. Estaba formado por varios edificios alrededor de un campo de mini-golf con un pequeño lago artificial. El edificio principal era una casona enorme de estilo español, blanco con tejas rojas y grandes ventanales que bañaban de luz los amplios salones donde se celebraban fiestas, bailes y las familias más pudientes organizaban sus enlaces matrimoniales o las puestas de largo de sus hijos adolescentes. Un poco separado estaba el edificio de la piscina cubierta y el spa. El spa era un lugar maravilloso donde las plantas crecían colgadas de los altos techos acristalados y donde el sonido del agua transportaba a los clientes a lugares exóticos. Todo semejaba un paraíso tropical.
El edificio del Taylor’s coffee shop estaba junto a la calle Mayor y además de la cafetería tenía dos terrazas, una de ellas cubierta, y una zona de barbacoa donde en verano se solían celebrar pequeñas fiestas nocturnas en las que se bebía el vino del condado y en las que las inhibiciones se quedaban en casa, al menos por unas horas.
Mientras ponía en funcionamiento la cafetera, encendía  la plancha y disponía los servicios sobre las mesas, pensaba que su vida era una sinsentido. Su hijo Paul estaba creciendo, pero ella no estaba a su lado, cuando enfermaba era su madre, Helen, la que lo cuidaba, era su madre la que le ayudaba con las tareas del colegio y la que le acompañaba a las fiestas de cumpleaños de sus amiguitos. Para el pequeño Paul su madre era una desconocida, que le daba un beso de buenas noches cuando él ya estaba dormido.
Se mordió el labio inferior con amargura, tenía que dar un giro a su vida. Sí, tenía que trabajar para poder subsistir pero debía salir de casa de Helen y debía cuidar de Paul, ser su madre.
La puerta se abrió y Laura Southgate, la compañera de Sarah, entró como un torbellino.
-¡Oh! Sarah, lo siento, llego tarde -se disculpó.
-No pasa nada Laura. Estos momentos de tranquilidad me gustan.
-Deberías pensar menos y hacer más -replicó Laura con su cantarina voz.
Laura era una joven llena de vitalidad, ella no vivía la vida, se la bebía a grandes sorbos. Con su corta melena rubia y sus grandes ojos azules, resultaba muy atractiva y su risa contagiosa rompía los corazones de todos los jóvenes de la ciudad.
-Sarah, de verdad, deberías de salir alguna vez, vente conmigo al Country Club, es divertido, está lleno de gente y puedes tomarte unas cervezas y bailar... y siempre encuentras a algún chico guapo que te lleve a casa.
Laura sonreía con picardía, guiñando un ojo y sus palabras tomaban otro sentido. Sí, Laura no se ataba a nadie, ella disfrutaba de su vida, de su cuerpo, de su sexualidad. Pero ella no tenía un hijo como Sarah, no tenía esa gran responsabilidad a sus espaldas.
Entró Roy haciendo sonar las campanillas de la puerta.
-Buenos días princesas -fue su saludo.
-Buenos días Roy-corearon Sarah y Laura, mientras él descargaba las grandes bandejas sobre el mostrador.
Roy era el repartidor de la panadería y todas las mañanas traía las tartas de manzana, de chocolate, los bollos para el desayuno y las barras de pan.
Laura se acercó para ayudar a Roy y con la mirada más cautivadora que era capaz de conseguir, le dijo:
-Roy, anoche lo pasé fenomenal.
-Yo también Laura -contestó Roy -con el corazón golpeando fuertemente en su pecho.
-Deberíamos repetirlo -insinuó Laura.
-Claro, sí...yo...¿te parece bien que venga a recogerte esta tarde? -propuso tímidamente.
-A las seis estará bien, aunque debo pasar por casa para cambiarme -indicó Laura coqueta.
-No hay problema, lo que quieras Laura.
Roy giró sobre sus talones y casi tiró las bandejas con las prisas.
Laura rió al ver el azoramiento del joven. Se divertía viéndole tan nervioso, le gustaba jugar con él, en realidad le encantaba jugar con todos.
Cuando Roy salía, se cruzó con Steven Taylor, el dueño del Taylor’s coffee shop y de uno de los mayores viñedos del condado. Era un hombre de mediana edad pero con una gran planta, alto y de hombros anchos. Todavía conservaba un atractivo rostro donde sus ojos verdes destacaban, como dos piedras preciosas, en aquella cara de mandíbula poderosa. Su expresión siempre adusta se dulcificaba cuando miraba a Sarah.
-Buenos días, Sarah -se dirigió hacia la joven pero Laura le cortó el paso para saludarle y darle los buenos días.
-Sarah, por favor, pasa al despacho. Hay algunos asuntos que debemos tratar-dijo sin mirarla y dirigiéndose con  paso decidido hacia el pequeño cuarto que hacía las veces de despacho.
Entró seguido de Sarah que iba unos pocos metros detrás. Se sentó tras el escritorio y fue directo al asunto que le estaba quitando el sueño.
-Sarah, no hace falta que te repita lo que siento por ti -empezó a decir- te lo he dicho varias veces, no soy hombre que espera durante mucho tiempo, sólo debes darme una respuesta.
Sarah se envaró, la rabia le impedía hablar y decirle a aquel hombre que lo único que sentía hacia él era desprecio.
-Sr. Taylor -logró articular- usted es un hombre casado y...
-Eso no nos importa y menos a ti -la cortó tajante.
-A mí sí que me importa y le ruego, le suplico, que se olvide de mí. Yo no soy de esa clase de mujeres. -Sarah estaba al borde de las lágrimas, pero hizo un gran esfuerzo para no mostrar debilidad ante aquel hombre que le estaba haciendo la vida imposible.
Steven Taylor dio dos zancadas y se plantó delante de Sarah rozando su cuerpo. Le sujetó el brazo con fuerza. El rostro de Steven estaba a pocos centímetros de la cara de Sarah y ésta podía sentir su aliento.
-Sarah-susurró Steven junto a su oído -me vuelves loco, no puedo más, necesito que seas mía.
Una mano atenazaba el brazo de Sarah inmovilizándola junto a su cuerpo y el brazo de Steven abrazaba con fuerza la delgada cintura de Sarah.
El miedo y el asco le subían a Sarah por la garganta haciéndole difícil el poder respirar y su pecho se agitaba sin control. Tenía ganas de gritarle a Steven que parara, que no le quería, que la situación le repugnaba, que... que...
Con un esfuerzo sobrehumano se zafó del abrazo de Steven y girando salió deprisa del despacho. No podía hablar sólo las lágrimas corrían sin control por su rostro.
Se encontró con la mirada dulce de Laura que la esperaba a la puerta del pequeño despacho.
-Sarah, cariño, tienes que acabar con esto, como sea -le dijo en voz baja -sólo puede traerte problemas.
-Lo sé, pero no sé qué puedo hacer, él es muy poderoso  y yo... Ya ves, cuanto más me niego más se interesa, soy como una presa difícil de cazar y, por lo tanto, más interesante de conseguir. Lo único claro es que esta situación me enferma.
Haciendo un gran esfuerzo comenzó a trastear detrás de la barra y vio a través de las grandes cristaleras de la cafetería a Alfred que pasaba, como cada mañana, hacia la piscina cubierta. Alfred  levantó la mano en señal de saludo a las dos jóvenes que le miraban desde dentro del local y les dedicó una deslumbrante sonrisa.
-¡Ay, mi madre, está tremendo! -exclamó Laura alzando la mirada hacia el techo.
-Sí, tienes razón -añadió Sarah -pero creo que tiene puesta la mirada en alguien que no somos ni tú ni yo.
-¡Bah! No hagas caso de habladurías, ya sabes cómo son las cosas por aquí.
Las campanillas de la puerta interrumpieron su conversación. Los primeros clientes comenzaban a aparecer y había que atenderlos.

5 comentarios:

  1. me encanta, me encanta, me encanta

    ¡¡estoy enganchadísima!!

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  2. Muy linda la novela, seguro que volveré a leer más. Saludos y mucha suerte.
    Amanda

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  3. Gracias, Amanda. Espero que la sigas. Me encantará que continues dejando tus comentarios y opiniones.

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  4. HolA Clara, ya te sigo y estoy deseosa de leer tus novelas. Aquí tienes una amiga..Gracias por tu mensaje y por seguirme en mi comienzo literario..un beso

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  5. Denisse, gracias por tus bonitas palabras. Espero que en esta nueva andadura que ambas comenzamos nos sonría la fortuna. Será un placer tenerte por aquí.

    Besos

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